Un Sentimiento

D. L. I.
(Documento Local de Identidad)


Desde hace pocos años se ha comenzado a delinear el perfil identificatorio
de nuestra comunidad siguiendo el hilo conductor de la vida propia,
el de la consolidación de sus instituciones,
el de la reidentificación del hombre con su pueblo.


Oímos decir hace muchos años que la historia de una comunidad está escrita en la vida de sus habitantes. Es una manera de decir que un pueblo es lo que son sus vecinos. Es a partir de estas dos ideas que tenemos la más honda convicción de que sin el testimonio de los viejos vecinos y los memoriosos no podríamos darle su justo valor a los muchos datos de la historia de estas tierras.

Viejos conocidos

Un ligero repaso nos permitiría armar una lista de apellidos ilustres para el quehacer local con la cual rápidamente concluiríamos que, como parte de la geografía humana de la Argentina, nuestra población desciende mayormente de ancestros españoles e italianos, una gran paradoja para un pueblo fundado en tierras de un estanciero inglés de cuya cultura heredamos, cuando mucho, algunas de las antiguas casonas construidas. Podríamos mencionar una serie de apellidos ingleses radicados en esta comarca en la época del esplendor de los frigoríficos de Berisso, pero su cultura no ha influido mayormente en la nuestra, sin ánimo de ofender a nadie.

Vivimos en una ciudad chica donde todavía somos muchos los que nos conocemos y reconocemos por la calle, algo que a menudo pasamos por alto, una particularidad de nuestra población que solemos menospreciar y que constituye, al fin de cuentas, uno de los tesoros de City Bell.

La lectura de viejos documentos de instituciones locales como la Asociación de Fomento, nos devuelve apellidos que hoy nos resultan familiares no sólo por haberlos oído de labios de nuestros mayores cuando éramos chicos, sino porque una enorme cantidad de ellos sigue identificando a queridos vecinos del City Bell de hoy.

Uno tiene la sensación de que desde hace unos años se ha comenzado a delinear el perfil identificatorio de nuestra comunidad siguiendo el hilo conductor de la vida propia, el de la consolidación de sus instituciones, el de la reidentificación del hombre con su pueblo. Hay gente que está encontrando su lugar en esta sociedad creciente, la cual nos arriesgamos a decir está transitando un lento proceso de refundación.

Tenemos la impresión de que el habitante de City Bell vive inmerso en su propia historia. Una historia que está viva y que tiene dinamismo propio. La mejor prueba de ello fue para nosotros el beber directamente de las fuentes familiares de don Tobías Büchele, y recorrer con su nieto "in situ" lugares del pueblo donde se "hizo historia". La muy difundida vista casi aérea de los años de la fundación -tomada por Tobías Büchele hijo desde el techo de la estación ferroviaria- nos devuelve la imagen de casas que aún están en pie, con ocho o nueve décadas sobre sus tejados, habitadas por familias con las que uno tiene contacto diario. Y esa cercanía de tanta gente con la historia "viva" citybellense reveló de inmediato que hay casi tantas historias como memoriosos. Y que todos se sienten dueños de la "única" historia o, por lo menos, con el derecho a sentirse habitante histórico de este City Bell al que llegaron hace treinta, cincuenta o setenta años. No importa.

Para este cronista, un incurable curioso del devenir de su pueblo, tomar conciencia de esta realidad fue el disparador del primer interrogante a despejar en el trabajo que se había propuesto: ¿A quién debía, a los efectos del presente libro, considerar un auténtico citybellense?

Lo antiguo y lo nuevo

Este escriba nació y creció en este pueblo y debe reconocer que tiene raíces bastante hundidas en su suelo. No sabe muy bien si peca de localista o si simplemente quiere mucho esta tierra que lo vio nacer, pero por cuestiones de apego a la historia, siempre se enredó en conversaciones con viejos pobladores de su City Bell.

Más que la sensación, se animaría a decir que tiene la certeza de que aquí hay una identidad propia como comunidad, como pueblo (localidad, ciudad, o lo que el lector prefiera). Es notable el grado de arraigo que tiene el antiguo poblador de estas tierras, al punto que se identifica con orgullo como "viejo vecino".

Tenemos más elementos como para ensayar una identidad social y cultural de nuestra ciudad, tanto que podemos reconocernos como un híbrido humano que presenta dos vertientes fundamentales: los descendientes de los primeros pobladores de City Bell y los llegados como pequeños inmigrantes desde ciudades como La Plata y Buenos Aires. Podríamos también considerar a la población "antigua" por un lado y a los "nuevos" por el otro, entendiendo por éstos últimos a aquellas familias que se arraigaron en nuestro suelo en los últimos veinte o veinticinco años. Y así podríamos seguir infinitamente planteando dualidades con el inevitable riesgo de delinear antinomias que, si bien existen en todas partes, no nos interesa alimentar desde estas páginas.

¿Cómo medir la antigüedad? ¿Cómo el grado de identificación de una persona para con la sociedad que integra? A lo largo de nuestra investigación hemos podido olfatear cierta reticencia a considerar "viejo vecino" a una persona que lleva veinticinco años (o lo que es igual, ¡un cuarto de siglo!) residiendo en City Bell, por parte de alguien que lleva cuatro o cinco décadas en igual condición. ¿Veinticinco años es poco tiempo para una sociedad que ve asomar su primer siglo de vida?

La pregunta surgió cuando este escriba salió a la caza de testimonios de viejos vecinos. Y se topó con gente que le recomendaba hablar con Fulano o con Mengano, "que hace cuarenta años que llegó al pueblo". ¿Cuarenta años? Para esa época este cronista ya había nacido y se resiste a considerar antiguo todo lo que le sea contemporáneo. "Hablá con mi papá que está acá desde 1947", recomendó otro. Pero tampoco servía. Para ese año el pueblo tenía ya treinta y tres años de vida. Y lo que uno buscaba eran testimonios de pioneros, de gente que contribuyó al nacimiento mismo del pueblo. O, cuando menos, que lo vio crecer y no que lo conoció ya cuando la comarca era una comunidad adolescente.

Los "nyc", una especie en extinción

En tiempos en que ejercíamos la profesión desde las páginas del desaparecido semanario City Bell-Hechos y Personajes -fundamentalmente en su primera etapa en que lo dirigió el periodista Andrés Rivelli-, alguna vez se discutió si el simple hecho de ser un vecino con muchos años de residencia en el pueblo, si la sola cuestión de ser nativo y conocido por muchos, era suficiente condición para ser entrevistado. La simple división de las aguas por sí y por no era muestra suficiente de que no alcanzaba con ser un nacido y criado (lo que se dice un "nyc") en City Bell para ser alguien representativo de la comunidad citybellense.

Aún hoy hay nycs que no sólo se enorgullecen de serlo, sino que lamentan en el alma que ya no haya en la comarca un lugar donde las madres puedan dar a luz a nuevos nativos: las clínicas que quedan funcionando son especializadas en geriatría, y las mujeres hace rato que no paren en sus casas, como ocurría sesenta años atrás. Los nyc, entonces, son (somos) una especie en extinción, por lo menos mientras no se reactive el rubro maternidad en los centros asistenciales de la zona o se imponga la muy nueva escuela obstétrica que considera al hogar como el mejor lugar para llegar al mundo.

El crecimiento demográfico experimentado por esta localidad en los últimos -digamos- quince años, trae aparejado un lógico intercambio sociológico que no dudamos redunda en un enriquecimiento de la sociedad local. Y para beneplácito de los antiguos y de los nyc, hemos recogido un dato de boca de un comerciante del rubro librería: no son pocos los que entran al local diciendo que son nuevos habitantes de City Bell y que se interesan por conocer algo del pasado del pueblo. Creemos que nadie que no quiera integrarse a una sociedad en la que es nuevo y que no tenga intenciones que quemar aquí sus naves, va a hacer un requerimiento semejante.
Entendemos, entonces, que hay algo común entre la gran mayoría de los vecinos locales y se trata del interés que demuestran por todo lo que tenga que ver con la historia del pueblo. Es notorio, por otra parte, cómo cada año en las cercanías del 10 de mayo estudiantes y escolares, cuando no docentes, se movilizan en busca de datos históricos de la comarca que habitamos.

¿Quién debe ser considerado citybellense, entonces? ¿Quién reúne los requisitos como para considerarlo ciudadano local, para ser el poseedor de una identidad que lo acredite como tal? ¿El que construye la historia de su pueblo dentro del círculo de sus viejos conocidos? ¿O el recién llegado que quiere interiorizarse de un pasado que no conoció? El amor por la tierra y por su historia por parte de los habitantes de una población es un síntoma de buena salud por parte de la sociedad. La apertura de unos y otros, de viejos y nuevos, y la interacción de los vecinos y las instituciones conforman la idiosincrasia de la comunidad. Lo importante, lo que hay que evitar en bien de la identidad, es el germen que establezca la división en dos bandos, que excluya a unos del protagonismo del devenir histórico y relegue a otros a las amarillentas páginas de una historia que ya fue.

Próceres telúricos

Pensando en estas cosas es que tomamos conciencia de que la nuestra es ya una ciudad adulta. Con sus 90 años no diremos que peina canas, pero sí que tiene en su haber la riqueza de varias generaciones viviendo en sus entrañas. Y que todo aquel que ha venido a sentar sus reales en estas tierras en el último cuarto de siglo, trajo en sus alforjas la riqueza del peregrino que llega para sumarse a una sociedad ya construida.

Es por eso que tantas veces hemos reclamado un espacio físico para homenajear a quienes hundieron sus pies en el barro para construir la ciudad en la que hoy vivimos. Es loable ceder tierras para construir edificios públicos; es reconocible firmar decretos y leyes para dar lugar al nacimiento de un nuevo pueblo tal vez remando en las turbulentas aguas de la política de la época. Pero reclamamos, una vez más, rescatar de los laberintos oscuros del pasado a quienes apostaron a un futuro rodeados de horizonte. Nos gustaría algún día, por tanto, pasear por la "Avenida Tobías Büchele" o llevar a nuestros hijos a jugar a la "Plaza 'Chitti' Mariscotti", por poner un ejemplo, y que nuestros artistas inmortalicen en el bronce o el mármol sus efigies.

Tal vez alguna vez acabemos de valorizarnos como sociedad y como comunidad y el desarrollo y el progreso nos reconozcan la autonomía municipal por la que tanto se ha luchado. No sabemos a ciencia cierta las ventajas y desventajas que ello nos depararía, aunque si dejamos sonar el corazón, habremos de sumarnos a quienes la reclaman. Si ocurriera, estaríamos acabando de modelar esa idiosincrasia local de cuya existencia estamos convencidos.