Sentado
en la estación
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El tren sale para todos. |
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Hubo quien en estos años de decadencia ferroviaria nacional, -decenas de ellos, a decir verdad- expresó a viva voz su agradecimiento a quien inventara el fenomenal medio de transporte. "Hubo alguien que se acordó de que los pobres también viajamos", dicen que dijo. En verdad, nadie le había contado nada sobre los inicios del ferrocarril. No sabía que en aquellos tiempos sentarse en un vagón y respirar un poco del humo ennegrecido de la locomotora costaba bastante, y que por eso los "colados" aparecieron casi junto con los trenes. La costumbre de vagabundos que se trasladan de pueblo en pueblo ocultos en vagones de carga no es nueva, y hasta hay quien sostiene la teoría etimológica de que a los vagos se los llama así por su costumbre de habitar vagones. | ||||
Pero
leyendas aparte, así como el ferrocarril ha servido para unir
distancias, sirvió y sigue haciéndolo para dividir poblados.
Con una mano en el corazón, reconozcamos que muchas veces miramos
con otra cara a quien vive "del otro lado de las vías".
Hay ciudades en las que el barrio cercano a la estación ferroviaria
no resulta el más apto para la vivienda de la familia. En fin,
que el ferrocarril podía disparar los instintos discriminatorios
del más sensato, no estaba escrito en ningún estudio de
factibilidad para el tendido de la red férrea, ni tampoco estamos
diciendo que así ocurra necesariamente en nuestra ciudad. Buenos
amigos de este escriba habitantes del barrio Savoia lo certifican.
Homo ferroviarius. Sentarse unas
horitas junto al andén de la estación es una grata experiencia.
Una mirada hacia la calle le da a uno la visión de una perspectiva
diferente de la ciudad; algo parecido a mirar la superficie de una
mesa colocando el ojo junto a uno de sus vértices. Más
aún en City Bell, donde una avenida y dos diagonales salen
justo desde en frente de la puerta de la Estación, dando la
sensación de que el pueblo se abre en un abanico polifacético.
Los vendedores ambulantes en los semáforos, kioscos, una farmacia,
casas de comida cercanas, peatones, ciclistas, algún vigilante,
pasajeros que vienen o van con sendas maletas a cuestas, escolares
y estudiantes y el paso indiferente de los que, desde sus autos o
colectivos, tienen una meta más lejana y no reparan en el paisaje
siempre atractivo de una simple estación de tren. |
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Amistades pasajeras. En la estación
se tejen historias, se conoce a la gente, se estrechan vínculos
más allá de lo imaginado. Javier Palma posiblemente ni
se entere de que este escriba se acuerda de él. Pasaron casi
ocho años desde que compartían esperas nocturnas en el
andén que lleva a La Plata y solían correr juntos cada
vez que el tren se detenía más allá de la estación.
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Hoy suele vérselo empujando un escobillón de acero y un carrito de barrendero recorriendo las calles de City Bell. Era una aspiración del compañero de viajes de quien escribe por aquellos inicios de la década la de pasar de recolector a barrendero. "Se gana bien, pero estoy cansado de correr", había dicho Javier en la penumbra de la estación, durante una de aquellas largas e inciertas esperas. |
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Viejo Matías Para tantos otros,
la estación es el lugar ideal para pasar la noche. Émulos
del Viejo Matías -duerme en cualquier parte, dice la canción-,
conscriptos y civiles han elegido tantísimas veces la dureza
de sus bancos para reposar la osamenta a la espera de un mejor amanecer.
Nunca falta el perro vagabundo que se evha voluntariamente a calentar
los pies del trenseúnte vencido por el sueño y el cansancio,
como un servicio extra de la estación ferroviaria. |
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