Un Sentimiento
Sentado en la estación


Como una excepción a la tendencia actual, nuestra estación de ferrocarril
se mantiene viva y de pie en la cabeza del trazado original del pueblo.
Historias de encuentros y desencuentros pasaron por el lugar que sigue siendo el corazón de nuestra historia.


Testigo y confidente del tiempo y las personas, aún tenemos la dicha de una estación de ferrocarril, vivita y respirando, en nuestro City Bell. Con el tercer milenio mordisqueando nuestros talones, más de una generación cerró sus ojos creyendo en la quimera de una electrificación inminente. Habrá quien sueñe con ver un tren de alta velocidad levantando polvareda a su paso de meteoro. Y entre tanto soñar con un futuro irreal, hubo quien alzó su mirada hacia el pasado de ese edificio mínimo y anacrónico y dijo nada de galerías comerciales, nada de fastuosos andenes fríos de hormigón. Que viva la estación de siempre, reparada y remozada, con sus años, con su frío de inviernos y escarchas.

El tren sale para todos.

Hubo quien en estos años de decadencia ferroviaria nacional, -decenas de ellos, a decir verdad- expresó a viva voz su agradecimiento a quien inventara el fenomenal medio de transporte. "Hubo alguien que se acordó de que los pobres también viajamos", dicen que dijo. En verdad, nadie le había contado nada sobre los inicios del ferrocarril. No sabía que en aquellos tiempos sentarse en un vagón y respirar un poco del humo ennegrecido de la locomotora costaba bastante, y que por eso los "colados" aparecieron casi junto con los trenes. La costumbre de vagabundos que se trasladan de pueblo en pueblo ocultos en vagones de carga no es nueva, y hasta hay quien sostiene la teoría etimológica de que a los vagos se los llama así por su costumbre de habitar vagones.
Pero leyendas aparte, así como el ferrocarril ha servido para unir distancias, sirvió y sigue haciéndolo para dividir poblados. Con una mano en el corazón, reconozcamos que muchas veces miramos con otra cara a quien vive "del otro lado de las vías". Hay ciudades en las que el barrio cercano a la estación ferroviaria no resulta el más apto para la vivienda de la familia. En fin, que el ferrocarril podía disparar los instintos discriminatorios del más sensato, no estaba escrito en ningún estudio de factibilidad para el tendido de la red férrea, ni tampoco estamos diciendo que así ocurra necesariamente en nuestra ciudad. Buenos amigos de este escriba habitantes del barrio Savoia lo certifican.

Homo ferroviarius.

Sentarse unas horitas junto al andén de la estación es una grata experiencia. Una mirada hacia la calle le da a uno la visión de una perspectiva diferente de la ciudad; algo parecido a mirar la superficie de una mesa colocando el ojo junto a uno de sus vértices. Más aún en City Bell, donde una avenida y dos diagonales salen justo desde en frente de la puerta de la Estación, dando la sensación de que el pueblo se abre en un abanico polifacético. Los vendedores ambulantes en los semáforos, kioscos, una farmacia, casas de comida cercanas, peatones, ciclistas, algún vigilante, pasajeros que vienen o van con sendas maletas a cuestas, escolares y estudiantes y el paso indiferente de los que, desde sus autos o colectivos, tienen una meta más lejana y no reparan en el paisaje siempre atractivo de una simple estación de tren.
La vereda tiene también lo suyo: en primer lugar están quienes con un ojo otean las vías para ver si asoma su nariz la locomotora a la vez que estiran el cogote para ver con el otro si viene el micro que los deje bien. Con una pierna apuntan hacia la parada de colectivos, y con el otro pié están prestos a correr hacia el andén.
Junto a la puerta del edificio, apretados en un metro cuadrado que nadie les limitó, están quienes aguardan enjutos el arribo del charter que los lleve -en su mayoría- a Buenos Aires. Conforman entre sí una fauna peculiar, con códigos en común que van desde la vestimenta hasta el diario que leen: riguroso traje oscuro, sobretodo largo en invierno y La Nación, La Prensa o Ámbito Financiero debajo del brazo.
Se contrapone a ellos otro grupo que viaja con igual destino, pero asienta sus petates en un extremo del andén, previendo no quedar muy lejos de la puerta del segundo vagón, el preferido por razones que ni ellos mismos conocen. Si bien del mismo modo abunda la corbata, su estilo no es formal en lo riguroso. Sus zapatos no brillan tanto -el polvo del andén no se los permitiría- y abundan El Día, Clarín y Página 12 entre sus lecturas. Se habla de fútbol más que de finanzas y en aquellos años de tren estatal en que no se sabía a ciencia cierta el horario de arribo -ni si éste sería posible-, no faltaba el mazo de catas para amenizar la espera con un truquito. La preocupación por las cuestiones personales o familiares de los demás es una muestra de la solidaridad de esta especie del homo ferroviarius pasajeris.

Amistades pasajeras.

En la estación se tejen historias, se conoce a la gente, se estrechan vínculos más allá de lo imaginado. Javier Palma posiblemente ni se entere de que este escriba se acuerda de él. Pasaron casi ocho años desde que compartían esperas nocturnas en el andén que lleva a La Plata y solían correr juntos cada vez que el tren se detenía más allá de la estación.
Palma era padre de familia, vivía en un barrio alejado del centre de la ciudad y trabajaba como recolector en la empresa que recoge los residuos domiciliarios.

Hoy suele vérselo empujando un escobillón de acero y un carrito de barrendero recorriendo las calles de City Bell. Era una aspiración del compañero de viajes de quien escribe por aquellos inicios de la década la de pasar de recolector a barrendero. "Se gana bien, pero estoy cansado de correr", había dicho Javier en la penumbra de la estación, durante una de aquellas largas e inciertas esperas.

Viejo Matías

Para tantos otros, la estación es el lugar ideal para pasar la noche. Émulos del Viejo Matías -duerme en cualquier parte, dice la canción-, conscriptos y civiles han elegido tantísimas veces la dureza de sus bancos para reposar la osamenta a la espera de un mejor amanecer. Nunca falta el perro vagabundo que se evha voluntariamente a calentar los pies del trenseúnte vencido por el sueño y el cansancio, como un servicio extra de la estación ferroviaria.
Árboles, postes y maderas de la estación son testigo de innumerables romances, de melosas despedidas y acariciantes bienvenidas. Unas flores pisoteadas hablan de un amor que nunca llegó y un alma que se fue llorosa con las manos vacías deshojando ilusiones entre sus dedos.
Pocos saben que la historia de City Bell pasó por ese par de rieles fríos de monotonía. A pocos se les ocurre pensar cuántas generaciones vieron pasar la vida desde esos mismos asientos gastados, pintados y repintados del refugio de la estación. Lo que hoy nos suena novedoso, como la guardería de bicicletas, es la feliz reencarnación de aquella costumbre de guardarlas en un cuartito de la Estación de cincuenta años atrás. Como hoy, siempre fue la estación el punto de referencia para indicar la entrada al pueblo, para esperar a alguien que debe venir por la ruta, para juntarse a celebrar un campeonato mundial de fútbol o para saludar el paso de algún gran premio internacional de automovilismo. La estación de trenes es, de alguna manera, el corazón de una ciudad.
Y hoy que el ferrocarril no sale de su decadencia es, también, la excusa económica para llevar a pasear a los más gurrumines nacidos en la era del micro, el taxi y el remís. Porque lo que tiene de curioso es lo atractivo que es para los más pequeños. Ver un tren de cerca, viajar en él aunque sea hasta la siguiente estación, o detenerse a saludar su paso con la manecita alzada y agitada son juegos innatos en el inocente universo infantil. Enbuenahora, mientras tengamos trenes, conservaremos vivo el corazón de la ciudad y la inocencia oculta de su gente.