Poligrafías
Mi vida
en la Estancia Grande

Escribe Guillermo Defranco
(Especial para Citybellinos-Gaceta virtual)


Aquel 1979 nos deparó, por tanto, una mezcla de sensaciones.


¿Por qué ocultarlo? ¿Por qué guardarse para uno las vivencias del tiempo en que fuimos habitantes de la Estancia Grande, la que fuera de la familia Bell y parte de cuyas tierras dieron origen a la tierra que habitamos? Le hemos dado suficiente centimetraje de papel (y de espacio cibernético) a mucha gente hablando sobre su experiencia al respecto; por lo tanto, ¿no nos habrá llegado la hora a nosotros?

No tuvimos el orgullo de ser peones, ni choferes, ni mucamas de la Estancia. Tan sólo nos tocó asumir el rol de soldado de la Patria, vaya honor, si se quiere, aún cuando en 1979 la Patria era muy distinta de la que soñaron San Martín y Belgrano, padres fundacionales de nuestro Ejército Argentino.


Subordinación y valor

Aquel 1979 nos deparó, por tanto, una mezcla de sensaciones. Si bien por aquel entonces sabíamos muchísimo menos de lo poco que sabemos hoy acerca de la historia de City Bell, su fundación y su prehistoria, no ignorábamos entonces que por la fuerza, lo admitimos, estábamos pisando tierra poco menos que santa para quienes amamos la comarca. Por el otro lado, sentíamos que no sólo estábamos pisando esa tierra sino que la estábamos mordiendo en cada cuerpo a tierra, estábamos conociendo sus cardos con la palma de nuestras manos, con nuestro pecho y nuestro abdomen, con nuestras rodillas que poco a poco se acostumbraban al salto flexionado y la carrera march.

Era muy raro eso de sentirse prisioneros a pocas cuadras de donde habíamos cursado las escuelas primaria y secundaria, en contacto visual con la baliza del tanque de agua ubicado a dos cuadras de casa, viendo pasar a familiares y amigos por la calle Güemes y nosotros ahí, debajo de un casco o de un casquete, empuñando un fal o una cortadora de pasto, poco importaba.

Fue muy raro el día de la incorporación. Un domingo a las 5 de la mañana, esperando en la puerta del Batallón a que se hicieran las 6 o las 6 y media. Tampoco importaba, porque desde entonces el tiempo sólo se comenzaba a medir en los días que faltarían para la baja; un tiempo sin mensura.

Era raro, porque de ojito podíamos bichar en un televisor (blanco y negro aún, obvio) a Reutemann paseando por Mónaco, llevando su Lotus al tercer puesto después de haber largado 11º. En la tele veíamos de contrabando la carrera de Mónaco y nosotros, en traje de Adán y descalzos hasta la nuca, hacíamos cola para recibir la temida y temible vacuna en la espalda, aquella que todo lo mata. Por poco que hasta a los reclutas.

Antes de saber
Así las cosas, a medida que nos fuimos familiarizando con el lugar, conociendo algunos sectores, empezamos a imaginar a los ingleses de la segunda invasión acampando bajo los eucaliptos propiedad de sus compatriotas los Bell. Aún no sabíamos algunas cosas como que la especie arbórea fue introducida por Sarmiento algunos años después; que los Bell no eran ingleses sino escoceses y que comprarían la estancia que llamaron Grande unas cuatro décadas después de que la Corona fracasara en su segundo intento de invasión y conquista.

Tampoco sabíamos quién era Alice Bell cuando encontramos un pequeño mármol con su nombre en los jardines que rodean el casino de oficiales de la unidad militar. Cuando más de 20 años después nos abocamos a la investigación que dio forma a "City Bell - Crónica de la tierra de uno", supimos que Alice Chantrill era la esposa de Percival Bell, y que junto a sus hijos Lorna, John y Audrey fueron los últimos habitantes de la Estancia, cuando llegó el Ejército en 1944. Lorna, nieta de Jorge Bell, nos contó mucho después que ese mármol lo había hecho grabar ella y lo había llevado en una visita a la exestancia como homenaje a su madre.

Memorias de un recluta
Que alguien que hizo el servicio militar comience a contar sus anécdotas es harto peligroso para quien escucha. El conscripto es capaz de contar la más intrascendentes de las experiencias militares como si hubiera participado de la toma de la Bastilla o del cruce de los Andes y no abandonar sus relatos hasta notar que los demás lo abandonaron a él.

Hoy nos resulta una experiencia fascinante evocar algunos momentos de aquellos meses bajo bandera. Asumimos que la escarcha de mayo habrá sido similar en los años de funcionamiento de la Estancia que en esos finales de la década de 1970. Que no habrá mayor diferencias entre los cielos estrellados infinitos de una y otra época, como tampoco entre las largas noches silenciosas.

Cuando una noche de luna llena ese silencio se quebró por extraños ruidos que creíamos venidos de la cochera semicubierta del Casino de Oficiales y debimos cargar nuestro FAL al grito de "alto, ¿quién vive?", sentimos que de algún modo estábamos profanando un lugar sagrado: el sonido metálico del fusil cargando su munición y nuestra voz temerosa resonaron como un grito en una catedral vacía. Y cuando el presunto enemigo acabó siendo una rama de eucalipto que se desgajó desde lo alto y cayó a menos de un metro de nosotros, sentimos que habíamos nacido de nuevo. Si nos hubiese dado en la cabeza, tal vez habríamos tenido el dudoso honor de morir vistiendo el uniforme de quienes defienden a la Patria, y nada menos que en el corazón de la Estancia Grande.

En fin, que no hemos de contar aquí nuestros meses de colimba. El servicio militar obligatorio es, ya, una pieza de colección y quienes lo hicimos, una especie en extinción. Pero si alguien nos pregunta si nos sirvió para algo, le respondemos que sí. Porque nos dio la oportunidad de habitar, por algunos meses, la mítica Estancia Grande de la familia Bell. La época y las circunstancias, son un simple detalle.