Mi
vida
en la Estancia Grande |
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¿Por qué ocultarlo? ¿Por qué guardarse para uno las vivencias del tiempo en que fuimos habitantes de la Estancia Grande, la que fuera de la familia Bell y parte de cuyas tierras dieron origen a la tierra que habitamos? Le hemos dado suficiente centimetraje de papel (y de espacio cibernético) a mucha gente hablando sobre su experiencia al respecto; por lo tanto, ¿no nos habrá llegado la hora a nosotros?
No tuvimos el orgullo de ser peones, ni choferes, ni mucamas de la Estancia.
Tan sólo nos tocó asumir el rol de soldado de la Patria,
vaya honor, si se quiere, aún cuando en 1979 la Patria era muy
distinta de la que soñaron San Martín y Belgrano, padres
fundacionales de nuestro Ejército Argentino. |
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Subordinación y valor Aquel 1979 nos deparó, por tanto, una mezcla de sensaciones. Si bien por aquel entonces sabíamos muchísimo menos de lo poco que sabemos hoy acerca de la historia de City Bell, su fundación y su prehistoria, no ignorábamos entonces que por la fuerza, lo admitimos, estábamos pisando tierra poco menos que santa para quienes amamos la comarca. Por el otro lado, sentíamos que no sólo estábamos pisando esa tierra sino que la estábamos mordiendo en cada cuerpo a tierra, estábamos conociendo sus cardos con la palma de nuestras manos, con nuestro pecho y nuestro abdomen, con nuestras rodillas que poco a poco se acostumbraban al salto flexionado y la carrera march. Era muy raro eso de sentirse prisioneros a pocas cuadras de donde habíamos cursado las escuelas primaria y secundaria, en contacto visual con la baliza del tanque de agua ubicado a dos cuadras de casa, viendo pasar a familiares y amigos por la calle Güemes y nosotros ahí, debajo de un casco o de un casquete, empuñando un fal o una cortadora de pasto, poco importaba. Fue muy raro el día de la incorporación. Un domingo a las 5 de la mañana, esperando en la puerta del Batallón a que se hicieran las 6 o las 6 y media. Tampoco importaba, porque desde entonces el tiempo sólo se comenzaba a medir en los días que faltarían para la baja; un tiempo sin mensura. Era raro, porque de ojito podíamos bichar en un televisor (blanco y negro aún, obvio) a Reutemann paseando por Mónaco, llevando su Lotus al tercer puesto después de haber largado 11º. En la tele veíamos de contrabando la carrera de Mónaco y nosotros, en traje de Adán y descalzos hasta la nuca, hacíamos cola para recibir la temida y temible vacuna en la espalda, aquella que todo lo mata. Por poco que hasta a los reclutas. Antes
de saber Tampoco sabíamos quién era Alice Bell cuando encontramos un pequeño mármol con su nombre en los jardines que rodean el casino de oficiales de la unidad militar. Cuando más de 20 años después nos abocamos a la investigación que dio forma a "City Bell - Crónica de la tierra de uno", supimos que Alice Chantrill era la esposa de Percival Bell, y que junto a sus hijos Lorna, John y Audrey fueron los últimos habitantes de la Estancia, cuando llegó el Ejército en 1944. Lorna, nieta de Jorge Bell, nos contó mucho después que ese mármol lo había hecho grabar ella y lo había llevado en una visita a la exestancia como homenaje a su madre. Memorias
de un recluta
Cuando una noche de luna llena ese silencio se quebró por extraños
ruidos que creíamos venidos de la cochera semicubierta del Casino
de Oficiales y debimos cargar nuestro FAL al grito de "alto, ¿quién
vive?", sentimos que de algún modo estábamos profanando
un lugar sagrado: el sonido metálico del fusil cargando su munición
y nuestra voz temerosa resonaron como un grito en una catedral vacía.
Y cuando el presunto enemigo acabó siendo una rama de eucalipto
que se desgajó desde lo alto y cayó a menos de un metro
de nosotros, sentimos que habíamos nacido de nuevo. Si nos hubiese
dado en la cabeza, tal vez habríamos tenido el dudoso honor de
morir vistiendo el uniforme de quienes defienden a la Patria, y nada
menos que en el corazón de la Estancia Grande. |
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