Poligrafías
Verano nocturno


Este verano trajo consigo la fascinante experiencia del chapuzón
nochero admirando a las estrellas.



Diligente, el doctor Carlos Castilla avisó días pasados a sus "amigos" en Facebook que esa nochecita podría verse surcando el cielo citybellense a la Estación Espacial Internacional, bastante cerquita de sus cabezas: apenas a unos 450 kilómetros de altura, viniendo del sudoeste. Tendría una magnitud similar a la de Venus y su paso podría observarse entre las 20:42 y las 20:44.

Viniendo de una eminencia de la medicina como es Castilla, uno podía esperar que en su "post" nos recordara que nos cuidáramos el colesterol y que consumiéramos poca sal para no afectarnos la tensión arterial. Pero el último domingo de enero, lo que lo inquietaba era el cercano desfile del laboratorio orbital por un cielo que, hasta ese momento, era diáfano y cristalino. Que luego se haya nublado y no se vieron ni los planeadores del Aeroclub, no es culpa ni de la astronomía ni del eminente cirujano.

El comentario viene a cuento porque uno de los mayores placeres veraniegos es el tenderse panza arriba a observar las estrellas. En este City Bell sin edificios de altura ni grandes carteles luminosos -al que habremos de defender a capa y espada-, mirar hacia arriba en la noche es, al decir de Carlitos Balá, "un festival pa'l ojo". Es, lo que se dice, un goce astronómico.

Uno nunca supo ver las figuras de las constelaciones tal como se las enseñaron en el Planetario de Buenos Aires o en los libros de geografía. A penas si puede distinguir la Cruz del Sur, las Tres Marías y el Puñal de los Troveros. Pero apagar las luces del patio y pegarse una miradita al cielo antes de irse a dormir, es uno de los momentos de felicidad que tuvo es estas vacaciones.

Recuerda que durante el servicio militar le enseñaron a orientarse mediante las estrellas y entonces tuvo que hacer un gran esfuerzo de imaginación: no sólo no lograba descubrir cuál constelación era Alfa del Centauro, sino que el suboficial instructor pretendía señalarle las figuras estelares con el haz de luz de una simple linterna de mano. Aprendió entonces que sólo las almas buenas llegan al cielo y no la luz de las linternas.

De chicos nos hablaban de la Vía Láctea. Quizás porque por ese entonces había menos contaminación lumínica, era fácil visualizar una especie de estela más clara en el firmamento, tachonada de infinidad de estrellas. Hoy en día hay que alejarse un poco de la zona urbana para poder descubrirla y disfrutarla. Con el tiempo supimos que la Vía Láctea es una galaxia de la cual nuestro sistema solar forma parte, y que nuestro planeta no es más que uno de los más minúsculos puntos visibles desde cualquier otro sitio en el espacio. Y es ahí cuando resuena como un eco en el pensamiento que nos dice que no estamos solos en esa infinitud.

La torridez de este verano trajo consigo, además, la fascinante experiencia del chapuzón nocturno en la pileta de casa, si es que la hay. Sea olímpica y de cemento o diminuta y de lona, da igual, siempre y cuando tenga agua -elemento difícil de obtener, hoy en día, pero ese es otro tema-. Temperaturas nocturnas que superaron los 30ºC prolongaron la vida en los parques y lo jardines y hasta alguno ha dormido debajo de un árbol, como si eso le fuera a dar sombra.

En las madrugadas, entonces, con el canto de grillos y chicharras, con torcazas, horneros, zorzales y calandrias insólitamente desvelados por el calor, hacer la plancha y mirar las estrellas resulta una receta casi mágica. Porque cuando finalmente el sueño puede más y hace pesar los párpados, aunque el dormitorio sea un horno y el ventilador no alcance a mitigar el calor, uno al menos lleva en el cuerpo la refrescante sensación conseguida la pileta, y guarda en el alma la infinitud del cielo estrellado. Podrá, por fin, conciliar el sueño y entonces, sí, sonará el despertador.