Poligrafías
Una noche de ensueño
en el Bosque


Un cable acá, otro más allá, y a dormir se ha dicho.


Suele parecer romántico dormir junto a un bosque: la luz de la luna, el brillo de las estrellas, el canto de las aves nocturnas, el de los grillos, la brisa leve y envolvente. Hasta podríamos tolerar el aullido lejano del lobo o la risa nerviosa de la hiena.

Pero nuestra noche bosquina nos deparó otro escenario. Frente al bosque, sí, pero en el quinto piso de un centro médico de La Plata, en dependencias del Centro de Medicina del Sueño, un lugar que no es, precisamente, de ensueño. Pero allí estábamos, protagonistas forzosos de una polisomnografía nocturna, con cobertura de IOMA como atenuante.


Lo primero a destacar es que ese piso del centro asistencial está en refacciones. Excepto el área mencionada, todo lo demás era un tumulto de cables, cañerías, yeso, materiales varios. Así que la noche -por ventura, primaveral- se colaba por las ventanas huérfanas de hojas o vidrios que se cierren.

Nos tocó como escenario una habitación que, pese a todo, contaba con las condiciones mínima de uso: una cama, una silla, un os cuantos aparatos con cables de todos los colores y un perrito de peluche muy simpático pero que, a Dios Gracias, no nos hizo falta.


La asistente del médico especialista (médica, secretaria, enfermera, técnica, o lo que sea), con un guardapolvo desprendido sobre la ropa de calle, comenzó con el ritual de desplegar cables multicolores y con un bajalenguas de madera embadurnado en una pasta sospechosa, los fue adosando, uno a uno, sobre la epidermis y el cabello del paciente: un electrodo pegado con cinta en la muñeca izquierda, dos cables con lucecita roja en la punta atados con cinta al índice derecho, otro electrodo con cinta en el pecho y más abajo una placa metálica, con cables y cinta también.

Después, otro cable en la pantorrilla y catorce más en la cabeza. Pensamos que ese cablerío, pegado con arcilla y cintas, no iba a durar nada en su lugar. Parece que la señorita pensó lo mismo, porque agarró un rollo de venda de 15 cm de ancho y lo gastó todo alrededor de nuestra cabeza. Temimos convertirnos en una momia con destino al museo de la ciudad que, al fin y al cabo, queda a pocas cuadras de allí. Pero nos dejó libre desde los ojos hasta debajo de los labios, previo instalar un electrodo con tres cabecitas a la altura del bigote.

Entonces arrimó la puerta y la habitación quedó en penumbras, y pensamos que serían ya más de la una de la madrugada y que iba a ser difícil conciliar el sueño en esas condiciones. Cuando ya el cansancio nos estaba ganando, regresó la chica del guardapolvo y nos colocó una máscara de oxígeno, conectada a una bomba que por lo "silenciosa", parecía el viejo compresor de una gomería.

Otra vez tratar de conciliar el sueño -de lo contrario, el estudio no serviría de nada- y algún chirrido se filtraba por el taparrollo de la ventana. Podría ser el de un pájaro, aunque nos inclinamos a pensar en un animal alado y volador, sí, pero nocturno y de la familia de los mamíferos.

Los despertares y las separaciones son, a menudo, dolorosos. Como a las cinco y cuarto de la mañana abrimos los ojos impulsados por el desprendimiento de los electrodos, sensores y cables. Con dolor y a los tirones nos separamos también de unos cuantos vellos.

Ya en casa, con el silencio de la familia gozando del sueño hogareño, nos buscamos en el espejo. Teníamos zocotrocos de la pasta adhesiva por toda la cabeza y pedazos de cinta debajo de la remera.

El resultado demorará diez días. Mientras tanto, trataremos de disfrutar del sueño. Relajados y a pata ancha.