Poligrafías
Las ganas y la imaginación,
una fórmula peligrosa


Si nos dejamos llevar por la ilusión y por las ganas de que algo que
nos sucede sea una cosa importante, podemos llegar
a conclusiones fabulosas.


A menudo uno no se da cuenta de lo que tiene entre manos. Queremos decir que muchas veces no somos conscientes de adónde podemos ir a parar si nos dejamos llevar por la ilusión y por las ganas de que algo que nos sucede sea una cosa importante. Y no nos damos cuenta de que si dejamos volar nuestra imaginación, podemos llegar a conclusiones fabulosas, peligrosas, infundadas, pero que si trascienden a un tercero pueden ser el comienzo de una verdad a primera vista irrefutable… siempre y cuando no consultemos a algún entendido en el tema.

Al tañer de la campana
Unos años atrás, camino del trabajo, encontramos una campana. Hierro forjado, unos veinte centímetros de diámetro en su base por unos treinta de altura, el óxido escamado delataba una ponchada de años en su haber, agravado por la intemperie y, cómo no, el contacto con la humedad. Más aún considerando lo que a primera vista imaginamos eran los restos del badajo: un caño panzón, con sus extremos corroídos.

Hasta allí todo no pasaba de una curiosidad -aunque antigua-, excepto por el lugar del hallazgo: era la propia vereda de la casilla de madera que por años había habitado el padre José Dardi, legendario párroco del pueblo, frente mismo al templo parroquial.

Con la antigüedad entre las manos llegamos a nuestro trabajo y comenzamos a examinarla con la complicidad de quien por entonces era nuestro jefe, sujeto entendido en cuestiones de iglesias.

Si la parroquia tiene más de setenta años de erigida, bien podía tratarse de la primera campana del templo hecho construir por la beata María Ludovica de Ángelis. Sin embargo es demasiado pequeña para que su sonido convocara a la feligresía desperdigada de aquel entonces, sobre todo si se tiene en cuenta que no es de bronce sino de hierro, lo cual le quita sonoridad. ¿No sería la que usaba la religiosa en la carpa que -según se cuenta- montaba para impartir catequesis mientras se construía el templo? Pero ese trozo de badajo… mirándolo mejor, no parece tal cosa. Si hasta calza bastante bien en el interior de la campana…

Entonces pensamos que podía tratarse de una de las veintisiete farolas de alumbrado público que inauguraron ese servicio en el pueblo en 1922. Allí, en ese caño, cabe un portalámparas… No es descabellado pensar que cuando se modernizó el sistema le hayan donado a la parroquia alguno de los viejos faroles…

Cuesta abajo
Nuestro entusiasmo crecía: teníamos en nuestras manos el instrumento que había convocado fieles mediante su sonido o había alumbrado sus almas a través de la beata Ludovica y/o del padre Dardi. Y en el segundo de los casos, una de aquellas joyitas -de las únicas veintisiete- que en los albores de la fundación echaban luz sobre el futuro incierto de este pueblo.

¿Quién podría orientarnos? ¿Quién sería palabra autorizada en el asunto? Para colmo, en las muchas fotos históricas que tenemos, no aparece una sola luminaria de las de entonces, ni una foto del campanario de la iglesia.

El cerrajero es gustoso de las antigüedades, entiende de esas cosas, y además su padre era quien operaba la usina que alimentaba aquellos viejos faroles. Él confirmaría nuestra hipótesis.

Fuimos a verlo con nuestro tesoro en una bolsa, sin esperar más respuesta que una ratificación de nuestras sospechas.
- ¿Qué querés hacer con eso? -preguntó Jorge Büchele ni bien abrimos al bolsa.
- Saber de qué se trata -nos atajamos, sin darle más información. Y fue ahí cuando se desabarrancaron nuestras hipótesis, nuestra ilusión de tener en nuestras manos un objeto con historia, arrastrando con ellas desde nuestra imaginación hasta nuestra autoestima.

El cerrajero contó que no conservan en su familia ningún farol primitivo del pueblo, que nunca los vio, pero lo que sí podía decirnos era que eso que teníamos en la mano no era otra cosa, sí, que una campana. Pero que lejos de sonar, era una parte del mecanismo de los viejos depósitos de descarga de los baños, aquellos en los que había que tirar de una cadena para hacerlos funcionar. Y con entusiasmo, nos explicó cómo funcionaba aquel artilugio, del que nos quedó la herencia gramatical de "tirar la cadena" en el acto sanitario.

Final escatológico
Escatológico final para nuestra incipiente curiosidad arqueológica. Nos sonrojamos de sólo imaginar al cura o a la religiosa haciendo uso del adminículo. No creemos que nuestra campana pueda tener un lugar en un hipotético museo del pueblo.

Muchas veces -decíamos al inicio- no nos damos cuenta de que si dejamos volar nuestra imaginación, podemos llegar a conclusiones fabulosas, peligrosas, infundadas. Eso fue lo que nos pasó: la pasión por lo antiguo, las ganas de haber encontrado "algo" relevante en la historia si no del pueblo, al menos de alguno de sus ilustres viejos habitantes, alimentaron nuestra imaginación hasta el paroxismo. El arrebato de la imaginación nos lleva, irremediablemente, por la pendiente de la fantasía.

La llovizna de esta noche de invierno ennoblece el ocre del óxido de la sanitaria campana, que en un rincón del patio espera que se escriba la próxima página de su historia. No hemos decidido todavía si la limpiaremos para recuperar la desnudez del hierro original, o la dejaremos así, con sus escamas de herrumbre al descubierto. Quizás le colguemos un viejo clavo de durmiente de ferrocarril para que cumpla las funciones de un badajo; o tal vez le hagamos un agujero para pasarle un cable y convertirla en cálido farol hogareño. La imaginación da para todo. Y de la ilusión, mejor no hablar.