Poligrafías
Mi primera vez


Toda primera vez es como un fósforo: su utilidad sólo da una oportunidad.
No hay persona que olvide la suya ni que deje de recordarla con nostalgia.
Con dulzura o amargura, con alegría o tristeza,
se trata de un recuerdo imborrable: el día en que perdimos la inocencia.



Marzo vuelve a ser un mes terrible. Sus treinta y un días resultan más largos que los de enero o diciembre. Es el fin de las vacaciones y del verano. Y el comienzo de un sinsabor que durará nueve meses sin que se trate de un embarazo (los embarazos, claro, no suelen ser sinsabores). Es que otra vez empezaron las clases. Majestuosa tortura de la infancia para aquellos chicos que disfrutan de la vida y defienden su libertad a ultranza. Un paréntesis demasiado extenso para las tardes de aventura y travesura y las mañanas de lagañas y correrías. Ni el olor maravilloso de los cuadernos nuevos ni los lápices con sus puntas afiladas e intactas son suficiente seducción para aceptar la realidad irrevocable. Y no hay resistencia que valga. Aún cuando hasta los mayores protestan a su manera lamentando los dinerillos que deben erogar en útiles y ropa. "Nunca es triste la verdad -canturrea Serrat-, lo que no tiene es remedio". A todos, quien más, quien menos, nos ha tocado transitar la cornisa del primer día de clase.

Había una vez
Hace muchos años, allá por 1966, había un nene tímido, gordito y morocho, cuyos ojos grandes no le alcanzaban para investigar todo lo que pasaba a su alrededor. Tantos nenes de uniforme y guardapolvo grises; maestras de guardapolvo blanco y mamis y papis detrás de cuya sonrisa se escondía un dejo de angustia, mezclada con emoción, nostalgia y orgullo a una vez.

Hacía calor aquel día de marzo para soportar la camisa blanca y el corbatín azul de Casa Voss en ese mediodía en que el almuerzo había quedado a mitad de camino, ingerido a desgano y casi por la fuerza. Así que al sudor había que agregarle las náuseas implacables y esas irrefrenables ganas de huir. Posiblemente no haya otra manera más gráfica para describir la sensación de miedo y desapego, de abandono, que suelen experimentar los chicos en su primer día de clase. Por aquellos años no había período de adaptación como lo hay hoy. Apenas si la señora Susana alcanzaba para contener los casi treinta purretes "abandonados" a la deriva del Jardín de Infantes. Uno solo no extrañaría la ausencia materna, pero muy seguramente su desasosiego estaba marcado porque ese día a su mamá debía compartirla con muchos nenes más. Nunca le preguntamos a Sergio Daniel cómo se sintió ese primer día de sala celeste, teniendo a su mamá como maestra.

Por ese entonces, el Jardín del Estrada funcionaba en las más antiguas aulas del colegio, esas que tienen los meses contados si no es que ya sucumbieron ante la piqueta: una suerte de triángulo escaleno y estrecho dividido en dos. En su mitad más aguda estaban los nenes de la sala celeste; puerta de por medio, la salita rosa, la de los nenes más chicos. El piso era de cemento rojo alisado. Las paredes, eran celestes murallas para la pequeñez de quien protagonizaba su primer día de clase. Y la selva invadía implacable a través de una guía de hiedra que penetraba por el tragaluz suspendido en las alturas.

...entre todas las mujeres.
Los años diluyeron los recuerdos de aquél que fuera infante y hoy hojea su carpeta de Jardín. Allá aparecen la señora Clara Esnaola pidiendo orden y silencio en su inglés inentendible para quienes apenas balbuceaban el castellano. Y la señora Teresa Sal Gómez, que con su música a cuestas no contaba por entonces ni siquiera con un piano para hacer cantar a sus nenes. Y el miedo a la señorita Castro, o a la señorita Inés, destino ineludible de quien equivocaba su conducta. En cambio, la señorita Chela había negociado su simpatía en su papel de fotógrafa de una vez al año. ¿Y la señorita Aurora? ¿Cuál era su trabajo en el Estrada de aquellos años? No puede faltar en esta historia doña Amparo, la portera eterna de pañuelo en la cabeza, cambiadora de cacas y pises impertinentes en la aventura infantil de empezar a valerse solos.

La señora Susana era, ni más ni menos, la mamá sustituta a la que uno se resignaba en esas cuatro horas vespertinas. Siempre con su colorido y armonioso maquillaje que hizo que un día un papá fuera a conocerla, dado que su hijo decía que tenía "una maestra en colores" (la televisión cromática era, en esos tiempos, una utopía).

No habrá ninguno igual
Los años han pasado. Allá han quedado las tardes de diluvio e inundación del aula, o las del sol filtrándose por el vidrio inglés abierto de esa ventana inalcanzable. Las rondas en el patio de conchilla y la bandera en el por entonces altísimo mástil de madera, que aún subsiste.


El viejo aula, en marzo de 2008.
Y el bocadito Holanda por una moneda con un barquito de un lado y un cinco del otro. Todo una fortuna.El primer día de clase fue nuestra primera vez y no habrá otro. Porque allí perdimos nuestra inocencia. La inocencia de no sentirse culpables por no hacer los deberes, por no estudiar, por no ir a la escuela. La inocencia de no ser responsables, al menos, una vez en la vida.