Poligrafías
Sacate el antifaz


El carnaval es tal vez la más antigua de las fiestas paganas
y que con mayor aceptación se celebra año tras año en diversas latitudes.
Corsos, bailes y juegos de agua se extienden hasta más allá
de lo recomendado por el calenario.



Típico caso de evolución en el tiempo, el carnaval pasa cada año por nuestras vidas con mayor o menor fuerza, pero siempre manteniendo su vigencia como fiesta popular. De orígenes inciertos y discutidos, su finalización marca el comienzo de la Cuaresma, el período más doloroso y penitente de la fe y tradición cristianas. Hoy por hoy el corso, el festejo típico característico de la época, ha perdido vigor en muchos de los lugares que gracias a él se hicieron famosos, en tanto hay otras ciudades que pugnan por recuperar la -para algunos- tan divertida tradición pagana.

Sacate el antifaz
Nunca alcanzamos a comprender muy bien el significado de esta fiesta. Siempre nos pareció entrever un dejo de tristeza en el desfile de las comparsas y nunca creímos demasiado en la sonrisa de sus integrantes. Cuando el juego de agua se convierte en multitudinario, y se le suman la nieve en aerosol y los machetes o mangueras rellenos de arena, desborda un instinto de agresión contenido en el individuo. Es como si la persona se rebelara ante una algarabía que supone falsa y reconociera en los disfraces sus propias miserias en lugar de reflejar sus más sanas fantasías. La fiesta deja de ser tal cuando dejamos de reírnos de nosotros mismos para reírnos de los demás.

Sin embargo, el escriba ha hecho lo suyo en la historia del carnaval y en modo alguno puede renegar de tamaña tradición. Cientos de veces ha improvisado disfraces para concurrir a alguna fiesta, aunque reconoce que jamás supo explicar qué sentido le hallaba al hecho de tornarse irreconocible. Por aquel entonces no tenía acreedores que lo persiguieran ni había dejado novias despechadas.

Comienzos con gloria
Sin llegar a ser Río de Janeiro ni mucho menos, ni contar entre sus comparsas a la legendaria Araberá de los carnavales correntinos, City Bell ha tenido sus épocas gloriosas de corsos y bailes para chicos y grandes, con concurso de disfraces incluidos.

Cuentan los más añosos que solían ser concurridos los desfiles carnavalescos que se montaban sobre la avenida Labougle (hoy Camino Centenario), entre cuyas carrozas y comparsas se "colaba" el Expreso Buenos Aires, urgido por cumplir el horario de su recorrido.

Mientras, en los clubes, tanto el Atlético como el Argentino Juvenil supieron organizar grandes festejos con orquesta incluida, escenarios aptos para romances juveniles que contribuyeron a poblar esta por entonces prometedora aldea. Si hasta micros especiales salían de La Plata para acercar la concurrencia a las pistas danzantes locales. La pista de baile -también cancha de básquet y de pelota al cesto- se rodeaba de sillas donde las mozas "en edad de merecer" (¿de merecer qué?) se sentaban junto a sus madres, en tanto en las del lado de enfrente los muchachos engominados y de riguroso saco y corbata fichaban hasta hacer un gesto con la cabeza a aquella a quien deseaban invitar a bailar. La madre decidía, claro.

Las grandes orquestas de la época venían a animar los bailes Citybellinos, de lo cual dan cuenta viejas publicidades aparecidas en los diarios: Juan Darienzo, Juan Carlos Mareco, Varela Varelita, Osvaldo Pugliese, atrajeron las multitudes de City Bell y sus alrededores en aquellos memorables carnavales del pueblo en aquellas décadas del medio siglo, en que City Bell estaba empezando a tomar su fisonomía de localidad pujante.

Algo más acá en la historia aunque no tanto por los muy pocos años que tenía en su haber, este escriba recuerda haberse visto enfundado en una chaqueta de cuerina negra con vivos naranjas y un sombrero tipo western cuya correa-barbijo le ajustaba en la garganta, más unos bigotes pintados a lo Diego de la Vega pero sin el caballo.

Así empilchado y en el verde micro 3 que iba y venía por Cantilo, su mamá lo llevó al baile infantil del Atlético, orgullosa del sheriff que tenía por hijo.

La diversión por entonces eran lastimosas grabaciones musicales para chicos contenidas en discos simples, muchas de ellas sobrevivientes de la década del '50. La nieve en aerosol no había sido inventada todavía, pero sí existían los lanzaperfumes, curiosos envases similares a un aerosol pequeño, de vidrio, y que por el precio elevado y la peligrosidad del material, no era cosa fácil de lograr que le compraran a uno. Por supuesto que también había papel picado y serpentina de la buena, no como la de ahora que uno tira y no llega a un metro de distancia del lugar de partida. Todo un papelón. Dentro del club, bombitas y pomos, abstenerse.

También tuvieron su época los corsos de la plaza y la calle Cantilo. Si bien el recuerdo es vago acerca de ellos, este escriba presume que no serían gran cosa teniendo en cuenta la extensión de la calle central de la Plaza Belgrano y que muy pocos hoy los recuerdan. Las evocaciones en el tiempo suelen magnificar las cosas queridas y disminuir la gravedad de las indeseadas.

Así y todo, el purrete que fue este escriba recuerda algún año en que se organizó un "corsito barrial" en Cantilo entre 21 y 22, muy posiblemente por la vereda, mientras desfilaba la borregada del barrio. Seguramente la impulsora de la idea fuera la señora Esther Gamboa de Andrade, una madre orgullosa de sus hijos y sus amiguitos y por cuya sana diversión se desvelaba.

Artillería variada

Otra cosa eran los juegos de agua en la calle entre chicos y chicas de la cuadra. Cuidadosamente se hacía un relevamiento de las canillas de jardín al alcance de la mano y se planeaba la estrategia para sorprender a las niñas cuando pasaban rumbo al almacén o la panadería, a fin de ganarles de mano y mojarlas antes de que ellas también salieran a jugar. Las bombitas eran rigurosamente compradas en el kiosco de Rufino, todo un precursor de los polirrubros en el barrio. La venganza podía ser pesada, porque si la bombita la tiraba la gorda de la otra cuadra, detrás del agua seguro que venía el cachetazo. Entonces la artillería cambiaba de calibre y había que recurrir a las mangueras y hasta a los baldes, disponibles hasta entonces para conservar los globos de agua sumergidos y evitar que el sol los reviente.

Posiblemente, esto último sea lo que más se conserva hoy del carnaval, al menos entre las generaciones más jóvenes. Nadie habla de antifaces ni mascaritas, elementos éstos más viejos que las mismísimas Carnestolendas. Pese a todo, la fiesta sigue vigente sobre todo para aquellos que insisten en afirmar que todo el año es carnaval. Al menos como excusa para no quitarse la careta.