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Entre piedras y una rama seca, un plumaje pardo se abre y se extiende
en actitud maternal en los confines del barrio Los Porteños.


Los últimos días de septiembre se desgranan al compás de los primeros berridos de primavera. Allá en el campo, saliendo de la ciudad, es un placer encandilarse al contraluz del rocío que aún remolonea a la hora en que agricultores y floricultores hacen su primera pausa del día. De un día que comenzó temprano, antes de que el sol derramara su luz sobre el verde ancho.

Y sobre el arroyo Carnaval, llano y manso, cuya agua apenas se revuelve en sus codos y recodos para perderse detrás de los eucaliptos recorridos de matorrales. En el último viraje, antes de perderse de vista, dos nutrias espulgan su modorra al sol en la punta de un tronco seco mientras un puñado de patos chapotea en la orilla en un desperezarse de alas.

La acuarela bucólica se diluye al final de la calle angosta, donde el terreno se desliza en playa hacia el arroyo en las márgenes del barrio Los Porteños. Un ir y venir de autos y camionetas, de cuadernos y carpetas, de libros y mochilas, apenas si logra integrarse al paisaje por el color verde del uniforme de los pibes que van a la escuela, esa escuela que es un paréntesis en la rutina pastoril.

La tranquera blanca y ancha abre el paso al estacionamiento de los vehículos que por pocos minutos se afanan por llegar a tiempo para el izamiento de la bandera. Chicos soñolientos, padres contrarreloj, el beso del hasta luego que te vaya bien, y los que llegan hasta el fondo para maniobrar esquivan un par de piedras grandes y una rama seca clavada en el suelo, cerca del alambrado.

El quejido de un tero no llamará la atención de la mayoría, que ni siquiera advertirá a las aves patilargas paseando entre los autos su copete y su pechera negra.

Allí, entre las piedras y la rama seca, un plumaje pardo se abre y se extiende en actitud maternal. Mamá tera tiene ojitos de asustada; no entiende muy bien lo que le pasa, pero sabe que lo que está cubriendo con sus alas es el fruto de aquella tarde de correrías y revoloteos entre ramas, de un árbol al otro, de coqueteos y alas arrastradas y que terminó en la fugacidad de aquel encuentro efímero. Y es papá tero quien se pasea desafiante y amenazante en derredor.


En pocos días algo se removerá al atardecer entre esas piedras al final de la calle. Habrá piopíos bajo las alas de la tera quien saldrá volando, dará un rodeo y anunciará a la distancia el alumbramiento.

El campo seguirá su quehacer, unos entre sus flores, otros entre sus verduras y sus hortalizas. Y al oír el canto de los teros imaginarán, tan solo, que se anuncian visitas.