El libro "City
Bell-Crónica de la tierra de uno", del periodista
Guillermo Defranco, es la primera obra que reúne en un solo volumen
rico material histórico y sociológico sobre nuestra localidad.
Aquí, su capítulo introductorio.
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Según recuerdos familiares don José, cansado de tanto
andar, recaló hacia 1936 en City Bell, un pueblo muy cerca de
la Tolosa de la periferia platense que por entonces lo albergaba, y
donde al parecer había más posibilidades de valerse de
su pericia con la pala y la azada: todo era muy nuevo allí, mucha
era la tierra que había aún por cultivar.
Llegado a este mundo en 1893 en Ciró, Catanzaro, Italia, estrenando
pantalones largos y tiradores había andado por Norteamérica
en compañía de su padre Nicodemo De Franco -en los albores
del siglo XX-, decía él que trabajando en el puente Brooklin,
en Nueva York -un indicio de que había nacido para las grandes
cosas-. Hasta que la Gran Guerra del '14 los devolvió a casa
y una herida recibida en una pierna le valió a José una
renguera que arrastró de por vida, y una medalla y una cruz con
diploma que le alimentaron el orgullo como Cavalieri dell'Ordine di
Vittorio Veneto.
Y luego, otra vez la aventura, a fare l'América, pero esta vez
en las prometedoras pampas argentinas. Pergamino y Mar del Plata primero,
la capital federal después, ayudaron a consolidar ese futuro
junto a Victoria, quien le daría cuatro descendencias paridas
sobre la mesa de la cocina, pujando y transpirando.
El gringo estaba para grandes cosas. Por eso pudo contarle a sus nietos
que había trabajado en la construcción del Mercado de
Abasto -ese que hoy es un shopping-, haciendo los pozos que alojarían
las cámaras frigoríficas. Allí -aseguró
cierta vez- había conocido a un morocho que cantaba acompañado
de la guitarra mientras él y sus compañeros le cargaban
el carro con la tierra que extraían con sus palas. Aquel morocho
se llamaba Carlos Gardel y "cantaba bastante bien, aunque era un
poco fanfarrón", decía don José.
Y trabajó asimismo en la usina del Ferrocarril Pacífico
allí donde la porteña avenida Córdoba, se topa
con su colega Juan B. Justo -el arroyo Maldonado, decía él-
y los viejos galpones sobreviven como testigos silenciosos de una época
que ya fue.
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Domingo Molfino en
sus años mozos.
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Don José,
qué duda cabe, estaba para grandes cosas. Por eso debe haber
sido que tras su paso por Tolosa se trasladó a City Bell, una
tierra que lo cautivó por la calidez de sus habitantes -muy pocos
por entonces- y donde casi todo estaba todavía por hacerse. Y
aquí se quedó, hasta fumar su último Particulares
30 cincuenta y cuatro almanaques más tarde de su arribo a esta
comarca. O hasta que se le apagó por última vez su baqueteada
pipa encendida con tabaco barato, pocos días después de
ver amanecer sus 97 agostos.
Años después de que Victoria y José se afincaran
aquí con sus hijos, Domingo Molfino se cansó de sus años
de suboficial maquinista en la Armada Nacional y le prometió
a Renée que dejaría la Marina. No más vuelta al
mundo, no más campañas en la Antártida. Ni la Villa
Arias vecina de Punta Alta donde él había nacido, ni la
Ensenada donde su esposa y su hija vieron la luz, eran buen clima para
el asma de la pequeña. Y le hablaron de City Bell, a la que muchos
llamaban "la Córdoba chica" por la pureza de su aire.
Y aquí desembarcó por última vez.
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Los bailes
del Argentino Juvenil Club del que Molfino llegara a ser presidente
hicieron todo lo necesario para que Humberto, el mayor de los De Franco
(algún empleado del Registro Civil le unificó el apellido
al nacer y lo convirtió en Defranco) y Ethel, la mayor de los
Molfino (por entonces ya había nacido el varón) se conocieran
y unieran sus vidas dos décadas después del inicio de
este relato
Debe ser por eso que el segundo de los hijos de Humberto y Ethel heredó
las raíces de sus abuelos y hoy, apoyado en la misma mesa sobre
la que su abuela Victoria diera a luz a sus hijos y amasara la pasta
dominguera, escribe esta historia del pueblo que lo vio nacer. A ellos,
entonces, nuestra gratitud, por ser los causantes de que hoy estemos
aquí.
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Don José De Franco y el pequeño Humberto.
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