Hace poco y como todos los días de semana me dispuse a cruzar 
            calle 1. No me preguntes por qué; no había sucedido 
            nada extraño, nada anormal. Y fue en ese momento, mientas esperaba 
            que la luz del semáforo habilitara mi paso apresurado, que 
            dentro de mi cabeza sonó la palabra "murió". 
            Fue como si me lo hubieran dicho por primera vez, como si la sangre 
            se hubiese evaporado de mi cuerpo, como si me pusieran un sombrero 
            de alfileres, como si un hielo me recorriera toda la espalda, como 
            si se hubiese nublado, como si hubiese oscurecido, como si lloviera. 
            Cada tanto me pasa. Cada tanto me dan la noticia. Cada tanto me doy 
            cuenta. 
             
         
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         Al 
          fin pude soñarte. Tuvieron que pasar dos meses para que pudiéramos 
          volvernos a encontrar. 
          Llegaste por el living como para que me quedara claro que venías 
          de visita, que no te ibas a quedar, que te ibas a ir nuevamente. 
          Viniste a darme ese beso y ese abrazo, a decirme que estabas bien, a 
          despedirte para siempre porque la muerte nos había robado esos 
          últimos minutos juntos. 
          En el mapa de la vida, en la ruta de los momentos compartidos y si uno 
          pudiera trazar un plano de los años transitados, al lado de mi 
          camino estaría el tuyo. Por más de 26 años tus 
          pies estuvieron al lado de los míos, en la misma dirección, 
          a veces a la misma velocidad y a veces no. 
          Nadie como vos compartió lo mejor y lo peor de mí.  
          Y ahora ya no estás y el vacío es tremendo, es desgarrador, 
          es demasiado. Tuve tanto miedo, lloré tanto, recé como 
          nunca lo había hecho. Me desconocí y aún me parece 
          ser otra. Creí estar viviendo una historia ajena y aún 
          lo creo. Sentí que la tierra se desintegraba debajo de mí 
          y que me caía de golpe.  
          Nada parecía real. Y, sin embargo, lo era.  
          Pero en algo te equivocaste. Viniste a despedirte sin saber que, de 
          otras formas, nunca te vas a ir.  
          Te vas a quedar para siempre en los discos de los Beatles, en los libros 
          del Titanic, en las series de StarTreck, en las películas que 
          nunca nadie confesará que vio, en esas radios y cámaras 
          fotográficas viejas, en esas revistas de más de 50 años 
          de las que recortabas publicidades inolvidables. 
          Te vas a quedar para siempre en la esquina de mi trabajo, esperándome. 
          Porque cada día, digan lo que digan, vas a estar ahí a 
          la hora de salida, vas a extender los brazos para un abrazo, vas a inclinar 
          hacia un lado la cabeza y me vas a sonreír. 
          Te vas a quedar en el fondo de casa, en la computadora, en esa playa 
          de Las Toninas, en el Radio Club, en la plaza, en Cantilo. 
          Te vas a quedar recostado en nuestra cama, boca arriba, con una pierna 
          flexionada y la otra arriba, con un brazo cruzando tu frente y los ojos 
          entrecerrados, dormitando y escuchando radio. 
          Te vas a quedar en los ojos y el corazón de tus hijos, en sus 
          recuerdos y en sus historias, en las fotos que verán millones 
          de veces, en los abrazos y besos que les diste. 
          Te vas a quedar en mí para siempre.  
          Entonces, no pierdas tiempo en despedirte porque nunca te vas a ir. 
          Dejá que vuelva a soñarte porque hay muchas cosas que 
          aún quiero decir.  
         
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