Sé
que voy a escribir y voy a llorar como un bebé. Se me van a hinchar
los ojos, se me va a tapar la nariz, se van a paspar los labios, la
voz se va a opacar un poco más de lo de costumbre y no voy a
poder pronunciar ni una palabra.
Porque debe ser que Agus tiene razón; en algún momento
tiene que salir y es mejor que salga ahora, en familia, con ella.
Y debe ser así, porque es así como sale, es ahí
donde surge. Sin querer, pero desde hace mucho, me hago la misma pregunta:
¿se puede extrañar lo que nunca se tuvo? ¿Puedo
decir que algo me hizo falta si no sé muy bien qué es?
¿Puedo ser algo sin haberlo visto nunca?
Es
así; te lo expliqué esa nochecita, Agus. Nos habíamos
quedado solas y yo había estado pensando en eso. Había
llorado pero no se notaba.
Estabas en el baño y empecé la confesión. Me arrepentí
y me fui. Me gritaste y volví. Te lo conté. Me miraste
y, creo, me entendiste. Me viste arrancar cuatro hojas del rollo de
cocina hasta que tu papá y tu hermano llegaron.
Rápido, de manera entrecortada, húmeda y mocosa te lo
conté.
Hace
muchos años, unos 31 diría yo, conocí a un chico
de mi edad. Se llamaba Pablo, era fisiculturista y coincidimos en el
mismo hotel durante nuestro viaje de egresados a Bariloche.
Pablo era de Moreno cuando Moreno quedaba muy lejos de City Bell. No
porque las ciudades se hubieran acercado con los años sino porque
era muy difícil trasladarse desde un lugar a otro cuando apenas
había trenes y micros y los autos eran naves espaciales desconocidas
para los adolescentes de los primeros años de la década
del 80.
Una noche Pablo llego a City Bell y, como buena anfitriona, lo obligué
a tomar otro colectivo hasta La Plata. Desde calle 11 y 17 hasta 51
y 8, un viaje de miradas, mucha timidez y mucha más vergüenza.
El regreso fue rápido tal como lo exigían las normas hogareñas.
En casa compartimos, creo, un café y una charla muy larga.
Vaya uno a saber cuál fue el motivo por el que abrí la
puerta del comedor grande y la encontré. Sobre el brazo de un
sillón, dormitando y haciendo equilibrio, muy cerca de la puerta,
escuchando.
Debo reconocerlo: me enojé, me enojé mucho. No dije nada,
no me quejé, no le recriminé nada pero me enojé.
Me pareció, en ese entonces, una falta de confianza terrible
y una falta de respeto.
No importa cómo terminó la historia de amor. Los que me
conocen sabrán que no pasó de esa y, a lo sumo, otra visita.
Lo que sí importa es el final de esa otra historia de amor: la
de la adolescente y esa persona que se desvelaba cuidándola.
Con los años me di cuenta. Hay una inconmensurable diferencia
entre cuidar y acompañar, entre querer y amar.
Me
cuidó, pero nunca me pregunto qué sentía, nunca
me secó las lágrimas, nunca me dio un abrazo cuando no
llegaron más cartas de Moreno, nunca me peguntó qué
es lo que yo quería de verdad, nunca me escuchó.
Cumplió con su deber y debo agradecérselo. Puede ser que
haya estado muy sola, que no haya sabido qué hacer, que las obligaciones
y las presiones la superaran. Puede ser.
Ejemplos nunca le faltaron; sus padres fueron amorosos y acompañaron
sus pasos siempre. Entonces, ¿qué fue lo que no le permitió
hacer un poco más, estar un poco más cerca?
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