Hoy es uno de esos días en los que me pregunto por qué
envejezco sin madurar. ¡Maldita suerte la mía!
Esos días en los que me pesa el documento de identidad y, en
la balanza de la vida, jamás se equilibra con el corazón
y la cabeza.
No sé si a ustedes también les pasa pero, a veces, siento
que no soy yo; que soy otra mujer viendo una película de ciencia
ficción que, como si fuera poco, generalmente no me gusta.
Como si en mis oídos sonara una música que no tiene que
sonar, como si en mis pies llevara zapatillas con florcitas celestes,
como si aún llegara a trabajar con el "buenaaaasss"
de hace 25 años.
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Es raro, porque no me pasa siempre. La mayor parte de mis días
transcurren en el cuerpo de esa persona adulta que se ocupa de lo que
debe ocuparse: es madre, ama de casa, jefa, ciudadana responsable.
Sin embargo, de vez en cuando, el termómetro de la edad parece
descender de golpe y el espacio que deja en blanco se transforma en
un vacío imposible de llenar.
¿Cómo puedo ser madre de un hijo de 20 años si
yo tengo esa edad? ¿Cómo puedo ser ama de casa si todavía
resuelvo algunas cosas como cuando era recién casada? ¿Cómo
puedo ser jefa si me la paso siendo cómplice de todo el mundo?
¿Cómo puedo ser ciudadana responsable si todavía
no puedo decidirme sobre lo que quiero para mí y mi país?
Y pasan los años y las velas de la torta se siguen sumando y
hacen cada vez más humo; pero el sentimiento las va restando
y escondiendo debajo de la mesa.
Y sí, ¿cuarenta y siete velas tenían que comprar?
¿Tenían que prenderlas a todas? ¿Y a todas había
que apagar? ¿No podían dejar sin encender algunas?
¡¡¡¡Que los cumplas feliz, que los cumplas feliz!!!!
Quizás la felicidad esté en eso: crecer por fuera y no
tanto por dentro. Pero tengo que encontrarle la vuelta. Y hay que aprender
a disimular.
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