La habitué

Con la gloria
en la punta de la nariz
Escribe Gabriela Bellettini, especial para Citybellinos.


"Hay muchos aromas que me conmueven y hay otros que me provocan un rechazo instantáneo", apunta la autora.



Hay aromas que son la gloria. Perfumes con los que la mente se detiene y se escapa aunque sea por unos segundos. Perfumes con los que evocamos un momento, una persona o un lugar. O que, quizás, tan sólo nos permiten vivir un instante de plenitud.

Cada uno de ustedes tendrá sus aromas favoritos. Puede ser el olor de alguna comida, un cosmético, una flor.

Yo tengo los míos.

El primero que se me viene a la cabeza es el olor que desprendía la estufa de querosén de mi abuela Pama. Sentirlo es volver a esas épocas en las que la Vieja se sentaba en la pequeña y helada galería vidriada en su sillón de mimbre y al lado de esa vieja estufa bordó. Con ella llevaba el mate y una bolsa de galletas marineras y se podía quedar horas mirando la nada. La recuerdo con las rodillas flexionadas, el pecho lleno de migas y las manos arrugadas sobre el mate.

El querosén invadía todo el lugar y a ella parecía no molestarle. A mí tampoco. Muchas tardes de invierno me senté en un viejo banquito de madera a comer galletas con ella.

El olor a alcohol fino me recuerda a mi bisabuela. Con más de 90 años y ciega tenía la fantasía de que en su habitación había insectos. Para combatirlos pasaba gran parte de la mañana con un envase plástico de alcohol en una mano y un trapito en la otra limpiando los muebles que originalmente eran de madera oscura y que, después, se convirtieron en madera blanca. Con el tiempo me di cuenta de que esa era la razón por la que Ita dormía largas siestas antes del almuerzo.

Era tanta la cantidad de alcohol que utilizaba para "refregar los muebles", como ella decía, que mi abuela debía ir a comprar las botellas con un changuito; era imposible volver con semejante cantidad de botellas en una sola bolsa.

Hace muchos años y cuando todavía se podía fumar en lugares públicos, me fascinaba el olor de la primera pitada de un cigarrillo que algún pasajero prendía en la parte trasera de un colectivo. No me pregunten por qué, pero las condiciones eran esas: el cigarrillo prendido por otro, en la parte trasera del micro y sólo la primera pitada.

El perfume de la tierra mojada es el aroma de una tarde de verano. Por favor, no me vengan con la explicación de que se produce por la muerte de una bacteria al contacto con el agua. Para teorías prefiero quedarme con la de los griegos que afirmaban que ese olor es la esencia que corre por las venas de los dioses.

No importa si es por una simple lluvia, una terrible tormenta o un tan sólo un regador, éste es, seguramente, uno de los perfumes con los que casi todos disfrutamos.

El aroma del pasto recién cortado, otro perfume al que los científicos han intentado despojar de todo romanticismo. Que es una reacción química, un conjunto de sustancias volátiles almacenadas en las hojas y liberadas al producirse el corte, una defensa de la planta ante una agresión externa… Son razones ante las que no pienso doblegarme. Para mí, el olor a pasto, es el perfume del trabajo concluido, de los juegos en el jardín, de la merienda compartida sobre una lona, del abuelo Tito empujando una cortadora manual, de las tardes con mis hermanos en nuestra casa de calle 12.

El perfume de los jazmines que trepan el alambrado en el fondo de mi casa, justo frente a la ventana de mi dormitorio, es sublime. Es tan penetrante como efímero. Las flores duran tan poco y se convierten en puñados de pétalos deslucidos y marrones tan rápido que es necesario disfrutarlas todas de golpe. Generalmente, en el mes de octubre el jazmín explota en aroma y puedo asegurarles que despertar y abrir la ventana es empezar el día de una mejor manera.

Pero hay un perfume del que creo ser la única dueña. Hasta llega a causarme cierto pudor compartirlo. Es el olor a la Virgen; así lo llamo.

Siempre me contaron que durante las apariciones de la Virgen María, los testigos del milagro percibían cierto olor a flores.

Ese aroma, o por lo menos aquel del que yo creo que se trata, lo descubrí en un champú cuya marca no es necesario mencionar, en especial porque esa fragancia ya no se fabrica. No hay ninguna razón concreta para atreverme a realizar esta afirmación. No puedo responder, pero la primera vez que lo sentí tuve la seguridad de que eso se trataba. La puerta semiabierta del baño dejaba escapar el vaho sobrenatural.

Y aunque no lo crean, lo volví a encontrar en un envase de detergente de una marca muy reconocida y que lleva el mismo color verde claro.

Entonces, ¿soy una elegida y algún día podré dar mi testimonio acerca de una visión percibida entre las burbujas?

La primera vez que lo dije en voz alta se escuchó una risa burlona en mi casa. Pero, como siempre, mi familia se acostumbró a mis divagues y ellos mismos comenzaron a apreciarlo. Es más, era tan reconocible la fragancia que muchas veces se desataban fuertes discusiones cuando los miembros masculinos de la familia utilizaban el champú caro que estaba destinado con exclusividad a las mujeres de la casa.

Puedo ser poseedora de alguna alteración mental o simplemente dueña de una imaginación increíble, pero les aseguro que a eso me remonta el perfume.

Hay muchos aromas más que me conmueven. Y hay otros que me provocan un rechazo instantáneo. Estos que describí son los que me provocan a mí un goce especial.

No importa cuáles son las preferencias de cada uno. Sólo interesa que hay olores que llegan más allá de los simples sentidos y que muchas veces nos golpean en la puerta de la nariz.