En
los dos últimos años y monedas, las cuestiones laborales
me han deparado varias sorpresas y, con ellas, varios cambios de oficina.
Después de más de veinte años de trabajo en un
mismo lugar, el aburrimiento sembró la ponzoñosa semilla
del disgusto en mi cabeza y no tuve más remedio que pedir un
cambio.
Sin embargo, como la ley del dominó lo implica, esa pieza que
se cayó sobre otra trajo aparejados más cambios que, con
cierta contrariedad, tuve que aceptar.
A esta edad no es fácil adaptarse a las mudanzas físicas
e intelectuales. Tanto tiempo enfrascada en una tarea no permite una
transformación inmediata.
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Muchas veces me encontré sentada frente a mi computadora, en
un modesto escritorio,
rodeada de gente y con las yemas de los dedos sobre el teclado pero
recluida en mis
elucubraciones.
Muchas otras me permití alejarme del grupo como si hubiera muerto
y me elevara hasta
vaya uno saber dónde y logré observar a cada uno como
si no lo conociera.
Así descubrí la variada fauna y flora de la administración
pública.
Escuché un sinfín de sesiones de psicoanálisis
amateurs, infinitas críticas cinematográficas, interminables
comentarios de fútbol, detallados resúmenes del último
capítulo de la novela, reproducciones exactas de los programas
de chimentos de la tarde y ajustadísimos comentarios sobre las
noticias de la última hora.
No me puedo saltear los análisis de la política del gobierno
de turno ni las fundadas
condenas a los criminales del momento.
Todo este devenir de ideas fluyendo sobre un mar de pesimismo absoluto
que sólo
permitía otear una luz de esperanza en la solución que
cada uno proponía sobre el tema
en cuestión; solución que, obviamente, no coincidía
en nada con la ideada por el resto.
Las discusiones y planteos sobrevenían entre mates, facturas
y bizcochos, con una radio
o un televisor de fondo.
Expedientes y causas como posa pavas, hojas A4 como improvisadas servilletas
y algún
protector de pantalla esperando un descanso eran algunos de los elementos
infaltables en
esa escenografía.
Este espectáculo no debe resultar ajeno a ninguno de los que
alguna vez transitaron por
un escenario similar o, incluso, se vieron obligados y condenados a
realizar un trámite en
la administración pública.
De todos los personajes que tuve el gusto de tratar Ana vamos
a llamarla así es el más caricaturesco;
una mujer de 48 años a quien todos llamaban la Vieja.
Cuando comencé a trabajar con ella no entendía ese apodo.
Sin embargo, con el correr
de unas pocas semanas descubrí el origen del mote.
No se trataba de su aspecto físico que, muy por el contrario,
era ridículamente juvenil. El
sobrenombre obedecía a las quejas constantes que Ana recitaba
desde minutos antes
de las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche, hora en
la que quedaba sola en la
oficina pero en la que seguramente no dejaba de rezar ese rosario de
lamentos que tan
bien conocía.
Su descontento pasaba por las horas que, según ella, se veía
obligada a trabajar. No eran
tantas. No eran más de las que la ley indicaba. Pero Ana no soportaba
que alguna que
otra compañera por lo general más joven no
cumpliera a rajatabla el horario.
A partir de ahí otras protestas se amontonaban en su escritorio:
la falta de limpieza, el
frío y el calor que pasaba según la época del año,
el humo de algún cigarrillo fumado a
escondidas, la empinada escalera de ingreso, el teléfono y el
Nextel que se empeñaban
en sonar juntos, las bromas de los demás, el ruido o el silencio
que se turnaban durante el
día, los maltratos a los que la sometía el
resto de los empleados, los bajos sueldos y la
escasez de horas extras
Pero su mayor queja se basaba en que no tenía un fin de semana
libre. Trabajaba día
por medio y ese turno laboral incluía, indefectiblemente, algún
sábado o domingo a la
semana.
Por lo bajo ya había confesado que esos días dormía
la siesta, recibía la visita de toda
su familia para almorzar o se escapaba en las tardes de verano al parque
Saavedra para
disfrutar de varias horas con sus hijos menores.
Religiosamente se escapaba todos los mediodías en busca del almuerzo
que su esposo,
un hombre mayor que ella y jubilado, le preparaba.
Con el tibio envase plástico entre sus manos regresaba a la oficina
y almorzaba sola junto
al teléfono mientras los demás lo hacíamos en el
comedor.
Cuentan las malas lenguas que en varias oportunidades, Ana se había
ido del trabajo
porque hacía calor y necesitaba una ducha o porque quería
tomarse la presión en
una farmacia muy alejada. Cuando regresaba no escuchaba reclamos ni
contestaba
preguntas.
Pero nada la conformaba.
Como un pájaro carpintero taladraba la cabeza de los ocasionales
jefes con sus lamentos.
Sus gimoteos sólo se detenían cuando la cara del interlocutor
mostraba cierto fastidio.
Ese era el momento, según ella, de cambiar sollozos por alabanzas
hacia su persona.
Como se suele decir, Ana no tenía abuela. Enrostraba
sus casi 25 años de antigüedad y
su impecable desempeño a cada instante y, como no hay mejor forma
de destacarse que
la comparación, también atendía a sus
compañeros.
Ana había figurado en todas las listas de traslado de personal
pero aún conservaba su
puesto. Nadie la había aceptado. Quizás por el espíritu
un tanto discriminador de algunos
jefes que no querían contar entre sus empleados con mujeres de
cierta edad. Pero en los
pasillos se comentaba que nadie soportaba compartir su trabajo con ella.
Sus demandas habían echado por tierra sus encantos físicos.
A pesar de su esfuerzo por
parecer cada vez más joven, los hombres solían escapar
de ella. Alguno llegó a confesar
que prefería pasar la tarde con su mujer.
Tanto
insistió con su descontento que uno de los jefes, a quien se
conocía como el ruso,
decidió aliviar sus penurias. A pesar de la resistencia de los
demás, instituyó el fin de
semana libre para Ana. Una vez por mes, la veterana empleada gozaría
de dos días libres
para disfrutar de su familia. Para eso, sus compañeros tendrían
que cubrir su puesto el
segundo fin de semana de cada mes.
La vieja aceptó gustosa, pero el segundo mes reclamó
un cambio de fechas para que su
feriado se amoldase a las actividades que tenía planeadas para
su descanso.
Lógicamente, Ana pasó a engrosar, otra vez, el listado
de empleados en busca de un
destino y mejor suerte.
Ana llegaba
a las 7,45. Tomaba unos mates. Pocos. Volvía a tomar algunos
pasadas las
cuatro de la tarde. A las seis, los demás comenzaban a irse.
Poco a poco, con la tarde
cada vez más oscura, se iba quedando sola. Y se quejaba.
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