¿Existirá
la crisis de los 45 años? Conocía la crisis de los 30
y la de los 40. Incluso llegué escuchar acerca de la crisis de
los 50 años. Pero ¿de los 45? Me suena raro; sin embargo
creo que la estoy viviendo. O, en el mejor de los casos, la estoy pasando.
Siempre creí que mi cuarta década sería un período
de felicidad y plenitud absolutas. Pero parece que, los 40, como otras
tantas otras cosas, no incluyen esa garantía.
Toda mi vida esperé este momento. Quizás fueron tantas
mis expectativas que, hoy, no estoy segura de todo lo que creí.
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Hasta
hace poco podía asegurar que la vida se dividía en cuatro
etapas. La primera comenzaba con el nacimiento y terminaba a los veinte
años. Era una etapa de desarrollo, crecimiento físico
y emocional, despreocupada y casi sin obligaciones, repleta de buenos
momentos y sentimientos nobles.
La segunda se extendía hasta los 30. Diez años en los
que las obligaciones comenzaban a acumularse y presionar. Era el momento
de estudiar una carrera que determinase nuestro futuro, establecerse
emocionalmente, comprar una casa y un auto, constituir un hogar, tener
hijos, amigos y un ahijado.
A partir de los 30 y hasta los 40, las metas no cumplidas debían
concretarse. Si no teníamos un trabajo, era hora de conseguirlo.
Lo mismo para obtener un título, una pareja, una casa o un auto
y tener hijos. Era el momento de estrechar una amistad firme si aún
no la habíamos conseguido y obligar a nuestros amigos o hermanos
a confiarnos a uno de sus hijos.
Los 40 eran ya, según esta teoría, tiempo de regalos.
Si no habíamos conseguido un trabajo, para la sociedad, para
nuestra familia, era lógico que ya no lo obtendríamos.
De allí se desprende la imposibilidad de comprar una casa y un
auto, lógicamente. ¿Y quién nos podía pedir
que lo hiciéramos si apenas nos podíamos mantener? ¿Y
una pareja? ¿A los 40 años? Imposible. Automáticamente
pasaríamos a la categoría de solitarios o solterones.
¿Y los hijos? ¡Mucho menos! ¿Cómo nos iba
a exigir un hijo si no podíamos mantenerlo con un sueldo digno
o darle una casa? Y como si eso fuera poco, ¿con quién?
Hasta nuestro círculo más íntimo dejaría
de preguntar por aquello que no habíamos logrado hasta ese entonces.
Ese silencio, que en realidad es misericordioso, sería el cómplice
de nuestras frustraciones.
Por eso es que todo lo que llegara debía ser considerado como
un verdadero obsequio de la vida.
Esa falta de exigencia social me hizo creer siempre que esta etapa era
un regreso a la primera.
Finalmente, desde los 50 hasta el fin de nuestras vidas todo es disfrutar
de lo poco o mucho que conseguimos. Sin obligaciones ni presiones. "Hacer
la plancha" diríamos.
Desde ya pido disculpas por esta manía de ponerle un rótulo
clasificador a cada una de las cosas de las que hablo, pero no puedo
evitarlo. Creo que sólo se trata de darle un orden a mis pensamientos
para, después, patearlos.
Los que dicen entender aseguran que pasados los 40, los hombres entran
en un estado de "viejazo" y las mujeres ingresan a un período
de "segunda adolescencia".
Como si hubiera sido fácil hasta ahora, la vida se complica un
poco más en este punto y las relaciones entre los dos géneros
se tornan un poco más dramáticas.
Y parece ser cierto, por lo menos en mi caso. Ese DNI fechado en 1966
parece no coincidir con lo que quiero lograr.
Siempre lo dije: cumplo años pero no crezco. ¿Será
esto mi segunda adolescencia? ¿A esto se referirán mis
hijos cuando me critican sin piedad?
Sea como sea, aún conservo la energía y tengo la experiencia
necesaria para elegir por dónde canalizarla; ya obtuve todo lo
que quería y ahora puedo mejorarlo y disfrutarlo. Puedo ser compañera
de mis hijos y tener mis momentos libres, y puedo ser eficiente en mi
trabajo y poner mis propios límites a la exigencia.
En mayo llegan los 46. Pero esa es otra historia.
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