La habitué


La valija de cartón
Escribe Gabriela Bellettini, especial para Citybellinos.


Pocos fueron los valientes que desafiaron esas montañas tambaleantes.
Pero cada uno tuvo su premio. Yo obtuve la vieja valija.



Sobre un cajón de mimbre, con las esquinas arañadas por el tiempo, su tapa dibujada por los años, los viajes, las mudanzas y las personas, la valija del abuelo, merecidamente, descansa.

Apenas puede cerrarse. Los herrajes fallan y saltan ante la menor presión y pareciera que su contenido se resistiera a seguir oculto e intentara recobrar una vida que, muchos años atrás, tuvo.

El cartón prensado, en algunos bordes, se abre como las hojas de un cuaderno antiguo. Imposible imaginarla sin estos rastros de la vida.

No sé cómo llegó a la casa de mis abuelos. Pero sí sé como llegó a la mía. En una de las tantas incursiones en el tiempo, logré colarme en el "cuartito de la heladera", una pequeña habitación construida al lado del comedor diario de mi abuela Pama. Muy pequeña, de unos cuatro metros cuadrados, estaba destinada originalmente a la heladera de la casa, seguramente un mamotreto molesto que nadie quería tener a la vista.

Con el tiempo y los avances tecnológicos, la heladera pasó a ocupar un reducido espacio de ese comedor y el mentado "cuartito de la heladera" comenzó a llamarse "cuartito de la costura". Por supuesto que el reducido tamaño y su fría puerta de hierro y vidrio que daban hacia el fondo no permitían muchas horas de labores. La máquina de coser pasó a la cocina y el cuartito tuvo un funesto destino

De sus cuatro metros cuadrados libres conservó apenas algunos centímetros para poder moverse dentro. Abrir la puerta era arriesgarse al derrumbe de colecciones enteras de revistas con moldes, bolsas con retazos de telas de los miles de vestidos hechos por Pama, palanganas y baldes comprados a todos los vendedores ambulantes, envases de yogur y leche, botellas varias, diarios viejos, cajas y cajones y rollos de papel.

Pocos fueron los valientes que desafiaron esas montañas tambaleantes. Pero cada uno tuvo su premio. Yo obtuve la vieja valija.

El interior está forrado con un amarillento papel a cuadros y las manchas de humedad se repiten cada tanto. Una bisagra de metal y una tira de cuero reseco evitan que su tapa caiga libremente. Sólo es necesario abrirla para quedar atrapado en el espiral del pasado.

El primer tesoro que guarda es el juguete preferido de Francisco cuando apenas podía sentarse solo: una naranja de goma con chifle, con una cara muy graciosa y dos pequeñas patitas. Resistió el paso de los años y de los dientes de un bebe y creo que mereció su lugar de privilegio por haber sobrevivido también a los embates de Agustina.

Junto a la naranja hay un ábaco de mi infancia, cartas y dibujos de mis hijos, trabajitos escolares, cartas escritas por mí a Marcelo -cuando todavía nos escribíamos cartas-, fotos de mis años escolares y de la infancia, discos simples de Los Beatles, estampitas de bautismo, escudos de Star Treck, un llavero con forma de botín de fútbol del Mundial 1978, un visor de fotos, una colección de botones antiguos y dos mil doscientos australes.

También está mi primer vasito involcable y mi primer chupete con su goma pegoteada y oscura, los disquitos de colores de la muñeca que cantaba y una revista "Periquita". Está mi titulo analítico del secundario y varios ejemplares del periódico "Sembrando" de City Bell.

De mi abuelo Marino conservo sus sueños. Hay cartoncitos en los que se colocaban los aros Bellet que él fabricaba y talonarios de facturas y recibos de su industria Marbell que nunca vio la luz.

De Pama guardo sus cuadernos de recetas escritas a mano, una enagua, collares viejos y deslucidos, el libro de texto "El hogar de todos" utilizado por ella cuando cursaba en cuarto grado y los moldes de los vestidos que le cosía a mi mama de acuerdo al método "Teniente" de confección. Allí están los diseños para las obras "Olas del Danubio", "El Vals Blanco" y "Mazurca de la sombrilla".

Hay dos álbumes de figuritas de los chocolates Nestlé: hojas de cartón y estampas con forma de estampillas, apenas un poco mas grandes que éstas.
De mi mamá conservo su alcancía con forma de Basílica de Luján, una cruz de hierro - de la época en la que mi mamá ha sido hippie, si esto es posible - y sus medidas anotadas prolijamente en una hoja borrosa.

Hay un cuaderno con apuntes de economía escritos por mi papá, con su prolija letra y su perfecto orden.

Del abuelo Tito están sus batitas de recién nacido, milagrosamente conservadas, y una de las tantas cartas que yo le escribí durante sus largas temporadas en Las Toninas.

Justamente, traída de la casa de Las Toninas hay una hoja de la revista Gente. No es una hoja común. Es una de las hojas de una revista que históricamente leíamos todos los veranos. Un año, la revista desapareció. Quizás pasó a mejor vida en el fuego de algún asado. Sólo quedó, perdida en un placar, la primera parte de una nota que todos los años repasábamos y siempre nos causaba risa: un albañil de Bahía Blanca había viajado con un ser supuestamente extraterrestre hasta que éste desapareció de manera misteriosa. Lo mejor del relato era que el hombre afirmaba que nunca sospechó del extraño hasta que una luz blanca e intensa lo hizo detener la marcha del automóvil. Pero el identikit realizado por el trabajador era tan increíblemente extraño que no podíamos parar de reírnos cuando pensábamos que era imposible no darse cuenta de su extraña apariencia. Justamente ese dibujo estaba en otra página de la revista y nunca mas lo pudimos ver.

Hay muchos más recuerdos dentro de la valija de cartón y muchos más fuera de ella. Toda la casa esta repleta de pequeños y grandes tesoros, pero la valija de cartón es tan perfecta para su guardado que allí han quedado los más preciados.