Con mi obsesión por la ausencia, por el "ya no estar",
por el no poder acompañar a los que más quiero, por el
decir lo que ya está dicho, un día, como por casualidad,
decidí escribir mis mandamientos.
Mi faceta divina no alcanzó para completar un decálogo.
Sólo pude llegar a la mitad.
Lo que surgió como un juego, una broma, resumió, en gran
parte, lo que quiero para ellos.
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Cuando
eran muy chicos y aún no podían comprender si yo les hablaba
en serio o jugaba, Francisco y Agustina los repetían y se reían.
Con el tiempo comprobaron que algo había detrás de mis
palabras. Era verdad. Había un poco de todo.
El primero de mis mandamientos nació en medio de una amenaza.
"El que avisa no traiciona", les dije, como un anuncio de
una consecuencia que a pasos agigantados se acercaba. Y aunque la definición
de traición no implica la falta de aviso, en la conciencia colectiva
sobrevuela la idea del silencio como forma de esconder la certera puñalada.
Quizás esto resulte lógico, pero así y todo, vale
aclararlo.
Y esta frase se convirtió en el caballito de batalla para concluir
cualquier charla en la que intentábamos ponernos de acuerdo.
Ante cada salida, cada inicio de clases, cada orden y pedido, detrás
de mi primera sentencia, asomaba una consecuencia porque la convivencia
es un contrato y el amor, bien entendido, es un sentimiento recíproco.
Y con mis hijos, hay ambas cosas.
El segundo mandamiento surgió de un libro y me ayudó a
consolar pequeños corazoncitos dolidos.
"Con el número dos nace la pena". Esta frase, escrita
por Leopoldo Marechal y publicada en 1940, fue reproducida por Isidoro
Blaisten en el discurso pronunciado en el año 2002 al ser incorporado
a la Academia Argentina de Letras.
Porque el número dos existe y es la diada, es el par, es la pareja
en el más amplio de los sentidos, el vínculo más
estrecho, la simetría, el caminar juntos, la unión. Pero
muchas veces, es también, el dolor.
Un amor se disfruta y se sufre; duele en la piel y es el dolor más
grande al que se le puede poner un nombre.
Es el único dolor que se desea.
El tercer mandato tiene que ver con lo más íntimo del
género femenino, de nuestro mal denominado sexo débil:
"las mujeres nacieron para sufrir".
Y sí, está dicho y comprobado. Sufrimos porque nuestro
cuerpo está hecho para resistir los más duros embates
de la vida, sufrimos por amor, por nuestros hijos, por los hijos de
los demás, sufrimos por las exigencias ajenas y por las propias,
por el mandato social y familiar, por lo que nos enseñaron y
por lo que les enseñaron a los hombres.
Sufrimos por lo que, quizás, suceda y sufrimos por lo que nunca
sucederá.
Tanta angustia tiene su revancha: las mujeres, también, solemos
hacer sufrir.
Los dos últimos mandamientos pueden ser resumidos en uno solo:
el humor.
"Me quise suicidar y casi me mato" y "Quisiera que el
pasto fuera emo para que se corte solo".
Encontramos en alguna perdida página de la web estas dos frases,
carentes de sentido como todo lo que mueve a la risa espontánea.
Nos reímos tanto los tres que decidimos adoptarlas como una forma
de recordar la cuota de humor que necesitamos imprimirle a la cosa cotidiana.
El humor es la mejor forma de ver la realidad; sin restarle profundidad,
pero sí quitándole esa solemnidad que no permite ver más
allá de nuestras narices.
Y si el humor es la penúltima etapa antes de la desesperación,
es un buen lugar en el que pisar el freno y quedarse.
Hasta en el peor de los momentos, en medio de la batalla crucial, al
borde del abismo, ahí está.
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