La habitué


Los Mandamientos
Escribe Gabriela Bellettini, especial para Citybellinos.


Lo que surgió como un juego, una broma, resumió,
en gran parte, lo que quiero para mis hijos.



Con mi obsesión por la ausencia, por el "ya no estar", por el no poder acompañar a los que más quiero, por el decir lo que ya está dicho, un día, como por casualidad, decidí escribir mis mandamientos.
Mi faceta divina no alcanzó para completar un decálogo. Sólo pude llegar a la mitad.
Lo que surgió como un juego, una broma, resumió, en gran parte, lo que quiero para ellos.

Cuando eran muy chicos y aún no podían comprender si yo les hablaba en serio o jugaba, Francisco y Agustina los repetían y se reían. Con el tiempo comprobaron que algo había detrás de mis palabras. Era verdad. Había un poco de todo.
El primero de mis mandamientos nació en medio de una amenaza. "El que avisa no traiciona", les dije, como un anuncio de una consecuencia que a pasos agigantados se acercaba. Y aunque la definición de traición no implica la falta de aviso, en la conciencia colectiva sobrevuela la idea del silencio como forma de esconder la certera puñalada.
Quizás esto resulte lógico, pero así y todo, vale aclararlo.
Y esta frase se convirtió en el caballito de batalla para concluir cualquier charla en la que intentábamos ponernos de acuerdo.
Ante cada salida, cada inicio de clases, cada orden y pedido, detrás de mi primera sentencia, asomaba una consecuencia porque la convivencia es un contrato y el amor, bien entendido, es un sentimiento recíproco. Y con mis hijos, hay ambas cosas.
El segundo mandamiento surgió de un libro y me ayudó a consolar pequeños corazoncitos dolidos.
"Con el número dos nace la pena". Esta frase, escrita por Leopoldo Marechal y publicada en 1940, fue reproducida por Isidoro Blaisten en el discurso pronunciado en el año 2002 al ser incorporado a la Academia Argentina de Letras.
Porque el número dos existe y es la diada, es el par, es la pareja en el más amplio de los sentidos, el vínculo más estrecho, la simetría, el caminar juntos, la unión. Pero muchas veces, es también, el dolor.
Un amor se disfruta y se sufre; duele en la piel y es el dolor más grande al que se le puede poner un nombre.
Es el único dolor que se desea.
El tercer mandato tiene que ver con lo más íntimo del género femenino, de nuestro mal denominado sexo débil: "las mujeres nacieron para sufrir".
Y sí, está dicho y comprobado. Sufrimos porque nuestro cuerpo está hecho para resistir los más duros embates de la vida, sufrimos por amor, por nuestros hijos, por los hijos de los demás, sufrimos por las exigencias ajenas y por las propias, por el mandato social y familiar, por lo que nos enseñaron y por lo que les enseñaron a los hombres.
Sufrimos por lo que, quizás, suceda y sufrimos por lo que nunca sucederá.
Tanta angustia tiene su revancha: las mujeres, también, solemos hacer sufrir.
Los dos últimos mandamientos pueden ser resumidos en uno solo: el humor.
"Me quise suicidar y casi me mato" y "Quisiera que el pasto fuera emo para que se corte solo".
Encontramos en alguna perdida página de la web estas dos frases, carentes de sentido como todo lo que mueve a la risa espontánea.
Nos reímos tanto los tres que decidimos adoptarlas como una forma de recordar la cuota de humor que necesitamos imprimirle a la cosa cotidiana.
El humor es la mejor forma de ver la realidad; sin restarle profundidad, pero sí quitándole esa solemnidad que no permite ver más allá de nuestras narices.
Y si el humor es la penúltima etapa antes de la desesperación, es un buen lugar en el que pisar el freno y quedarse.
Hasta en el peor de los momentos, en medio de la batalla crucial, al borde del abismo, ahí está.