Cuarto de huéspedes
Encuentros en soledad
Escribe Guillermo Gerardi.

Por la generosidad de su autor, compartimos el cuento merecedor de la
Mención Especial Roberto Themis Speroni (escritores locales) en la última edición
del concurso literario organizado por la biblioteca Alejo Iglesias, de Villa Elisa.


Gustavo, sentado en un rústico sillón de madera tallada, disfrutaba junto al hogar del calor que surgía de las brasas. En sus manos sostenía el libro que había recibido por correo, regalo de un colega de la Universidad. El tema era uno de sus favoritos: Historias de animales legendarios. Su especialidad como docente de literatura había sido la mitología y las creencias de los pueblos primitivos. Una inveterada biblioteca de roble atesoraba parte de su enorme colección de libros: novelas, filósofos griegos y romanos, historia, credos religiosos, mitos de diferentes culturas. Acostumbraba apostillar cuando leía y de las hojas de sus libros emergían como dedos marcadores de papel con comentarios. Algunas noches se quedaba leyendo hasta muy tarde y solía amanecer dormido en el sillón. Si se acostaba en la cama sufría pesadillas y amanecía deprimido.
Se había jubilado como profesor y se dedicó a escribir. Había publicado varios libros y colaboraba en algunos medios gráficos. Quedó muy abatido cuando falleció su mujer después de una larga enfermedad y se convirtió en un ser solitario. Con ella habían sido muy compañeros durante más de cuarenta años. A menudo fantaseaban con radicarse en algún pequeño pueblo marítimo. Al enviudar, él decidió hacer realidad esa utopía. Vendió el departamento en Buenos Aires y eligió una villa sobre la costa, con pocos habitantes. Al llegar se hospedó en un pequeño hotel, compró un terreno frente al mar en una lomada cubierta de pinos y encargó la construcción de una cabaña de piedras y troncos.
Con los únicos que trataba era con el albañil y el dueño del corralón, a quien veía cuando encargaba los materiales. El recuerdo de su esposa y las angustias vividas por sus padecimientos habían exacerbado su acritud. Se había transformado en un hombre de pocas palabras. A los vecinos los saludaba con respeto cuando los cruzaba, pero no hizo amistad con ninguno. En el pueblo, a sus espaldas, lo bautizaron "el ermitaño".
Cuando la cabaña quedó lista se mudó a su nuevo hogar. Era su refugio, la quimera con la que había soñado, que lo protegería de la locura y el estrés de la gran ciudad.
Comenzaba el otoño y desde su cabaña, a pocos metros del mar, veía la extensa playa, el paisaje bucólico más allá de los médanos y oía el murmullo del viento y de las olas. Su desbordante imaginación lo transportaba a universos lejanos. Fantaseaba con cruzar el océano en un velero rumbo al levante para llegar a las costas de África y descubrir un mundo fantástico de tribus primitivas y animales salvajes.
Disfrutaba deambular por las calles de arena de la villa arrullado por el canto de los pájaros y percibiendo el aroma de los pinos, acacias y eucaliptos. El contacto con la naturaleza lo apaciguaba.
Una mañana muy temprano, en el silencio del bosque y en un calvero solitario, lo sorprendió una presencia inesperada. A través de los árboles una blanca figura caminaba con timidez. Se movió lentamente tratando de no hacer ruido. Al llegar a un claro del follaje un rayo de sol iluminó la escena. Un extraño caballo lo miraba sin temor con sus ojos de color azul intenso. La sorpresa lo paralizó y por largos minutos se observaron mutuamente. Reconoció, con estupor, las patas delgadas, una barba de chivo, un cuerno blanco en espiral que surgía de su frente y la cola de león.
El ruido de una rama al caer asustó al insólito animal, que huyó al galope y se perdió en la espesura. Permaneció emocionado largo rato. ¡No había sido una ilusión, lo había visto tal como lo imaginaba!
Regresó excitado al pueblo para contar lo sucedido. Entró al corralón y a borbotones comenzó a relatar su encuentro con la criatura legendaria. Algunos vecinos presentes sonreían a escondidas y hacían gestos con las manos tocándose la cabeza. Nadie se animó a contradecirlo y ante el silencio Gustavo escapó con la sensación de haber hecho el ridículo. El relato circuló por el pueblo y a partir de ese día empezaron a burlarse a sus espaldas y a evitar sus encuentros.
Se encerró cada vez más en sí mismo. Acostumbraba a caminar solo por la playa, a veces trotando para hacer gimnasia. Al regresar redactaba sus colaboraciones en la computadora y las enviaba por correo electrónico. Disfrutaba la soledad.
A raíz de una invitación que le hizo la bibliotecaria del Centro Cultural se sentía con el ánimo más alegre y dispuesto a iniciar una vida social en la comunidad: le pidieron participar en un encuentro literario para que contara sus experiencias como escritor y docente.
Una tarde se desató una fuerte tormenta. Desde la cabaña Gustavo observaba la ingente lengua de arena que se extendía hacia el norte, mientras las primeras ráfagas de viento, en torbellinos, se oponían al avance de las olas. El choque de los elementos hacía danzar en el aire la espuma marina esparciendo una fantasmagórica neblina sobre la playa.
A la mañana siguiente bajó muy temprano a la orilla. Caminó lentamente mirando los objetos depositados en la costa por el temporal: caracoles, estrellas de mar, algas, trozos de flotadores de las redes de los pescadores, piedras pulidas de distintos colores.
Miró a los lejos y le pareció ver a una persona flotando en una laguna natural formada entre las rocas. Al aproximarse descubrió a una joven de piel rojiza y larga cabellera ondulada, desnuda, con medio cuerpo sumergido en el agua. Estaba desmayada, quizás por haber golpeado la cabeza contra una roca. Respiraba con agitación y de su frente manaba un hilo de sangre. Tenía facciones agradables y hermosos pechos.
La levantó para recostarla en la arena y al verla fuera del agua no pudo evitar un grito de asombro: su cintura se continuaba en una escamada cola de pez. Le costó reponerse de la impresión. Ella abrió los párpados y ante las preguntas de Gustavo respondió con la dulce sonrisa de sus ojos. No hablaba, su boca emitía un suave quejido melodioso.
La siguió contemplando mientras ella se reponía. Su cola comenzó a moverse a izquierda y derecha y con la mirada le imploraba que la devolviera al mar. La alzó y ella le abrazó el cuello con delicadeza. Caminó hasta tener el agua en la cintura y la depositó suavemente. La mujer se alejó nadando y cada tanto giraba la cabeza y le sonreía. Levantó un brazo saludando y finalmente desapareció entre las aguas.
Él permaneció durante un rato sentado en una roca, con la mirada perdida en el horizonte. En ese momento decidió que no participaría del encuentro literario. No podría evitar narrar este suceso y nadie le creería. Se levantó y caminando lentamente regresó desolado a la cabaña.