Legado
Que nazca una leyenda


Junto con un sótano en una esquina de privilegio,
se entierran largos años de sueños y de proyectos.


Fueron 32 años de atesorar historia. City Bell tenía por entonces 83 años y por lo tanto, aquellas tres décadas holgadas pueden considerarse una porción generosa de su existencia. Un detalle que no es menor, diría nuestro amigo Fernando D'Adda, pero que tal vez por lo mucho que nos toca de cerca, nunca lo sopesamos como corresponde. Pero ahora que vemos el paso atroz de la piqueta, nos resulta inevitable reflexionar sobre los hechos, los presentes y los pasados. La imagen de la destrucción, de la hondura ahora a la vista, nos estruja y enmudece el corazón apenumbrado, como penumbroso fue ese sótano desde que aquel cartel anunciara "cambio de firma" con letra insegura sobre el portón corredizo y pesado, de hierro y vidrio.

Aquel septiembre del '97, la esquina de Cantilo y camino Belgrano empezaba a cambiar mucho más allá que sus propietarios y sus empleados. Mucho más que su estilo y su fisonomía. Humberto y Julio habían decidido poner fin a su sociedad de más de 40 años para llamarse a descanso. Y para más de uno se dispararon los recuerdos, la nostalgia, la emoción.


Inauguración. Los empleados don Krameer, Venturino, don Pascual y Martínez junto a Julio Barone, un funcionario de YPF y Humberto Defranco, el día de la inauguración. Era el 5 de julio de 1965.
Allí estaba la estación de servicio, con sus surtidores vigías, su "Lavado y Engrase", en algún tiempo su kiosco y su gomería, y en su última etapa , su minimercado. Al lado estaban el taller mecánico y el depósito, generosos locales con salida a la calle 23. El taller, con su sótano tan amplio como la planta baja, fue tal vez el símbolo de aquella sociedad que a la vista del común de la gente fue ejemplo de entendimiento y tolerancia.


Infinidad de automóviles de todos los modelos han pasado por allí; han llegado malheridos y han salido reconfortados por la mano sabia y amiga. Eran épocas en que la relación comercial se sustentaba sobre la confianza que daban el buen trato y la palabra empeñada, la conversación afable, sincera, mirándose a los ojos como lo hacen los que nada tienen que ocultar.

Pocas personas, sin embargo, sabían de la existencia de ese subsuelo sólo franqueable para unos pocos. En él, junto a viejos trastos, repuestos, herramientas, mercadería, se acunaron los sueños de quienes por aquellos años iniciáticos no conocieron descanso para llevar adelante sus proyectos. Los comerciales y los personales. Allí debateron Humberto y Julio las estrategias a seguir para sobrevivir a las muchas y repetidas crisis que rutinariamente asolaron la Nación. Allí fueron y vinieron en una y otra decisión crucial.


Al disolverse la sociedad y cerrarse el taller, el silencio y la quietud fueron ganando poco a poco ese espacio subterráneo y emblemático. Pudimos verlo en penumbras y anegado, un par de años atrás, con su mobiliario casi igual que el mediodía de aquel 5 de septiembre de 1997, cuando por última vez le echamos una mirada triste, solitaria, final (no se nos ocurre mejor imagen que la que acabamos de tomar del título de una novela de Soriano, quien a su vez se lo birló a Chandller).

Hoy, toneladas de escombro y tosca lo están rellenando, sepultando para siempre un espacio que, tal vez, empiece a ser leyenda.


Comienzo del fin. El 5 de septiembre de 1997
el taller y su sótano cerraron para siempre.