Legado
José Dardi:
el hombre de Dios


La historia y el recuerdo del padre José Dardi orillan los andariveles de la leyenda, al punto que gente que no lo ha conocido, lo ha adoptado entre sus afectos como parte de la cultura y la idiosincrasia de City Bell.


El recuerdo del padre José Dardi está tan fresco en la memoria local como el cariño que supo ganarse de los citybellenses, fueran creyentes o no. Tan fuerte fue su presencia que aún hoy, a casi un cuarto de siglo de su fallecimiento, se conoce como "la iglesia del padre Dardi" a la parroquia Sagrado Corazón de Jesús, aquella capilla a la que llegara en 1958 a trabajar a la par de sor María Ludovica, verdadera constructora del templo y flamante beata del santoral católico.

Dardi es en City Bell sinónimo de anécdota. De tierna firmeza y sabiduría. De lucha sin pausa y emprendimientos de alto vuelo.

Destino de misionero

Nació el 24 de abril de 1900 en Altedo, cerca de Bologna, Italia, hijo de Luisa Bonorini, de familia humilde, y de Luis Dardi, un joven de la nobleza lugareña. Pero los prejuicios hicieron que muy pronto el matrimonio fracasara y el niño José acabara en un orfanato. Tal vez esa circunstancia gestó en su interior una vocación que perseguirá toda su vida: la de hacerse sacerdote misionero.

La primera guerra mundial (y más tarde, la segunda) lo lleva al frente de batalla y recién en 1925 podrá alcanzar la anhelada consagración sacerdotal tras sus estudios en el seminario de Verona. La congregación de los Combonianos (misioneros fundados por el padre Daniel Comboni) le dará el destino de la provincia ecuatorial de Bahar el Gazal, Sudán, África, para desarrollar su vocación.



Ilustración: Guillermo Gualchi


"Se va allí para evangelizar a esa pobre gente, que no sabe nada de nada. Hay que empezar por lo íntimo, por lo más profundo de la persona para despertarla en su interior -contaba a este periodista el 14 de mayo de 1980, en un reportaje-. Es una misión muy primitiva, pero eso no quiere decir que no se llegue a profundizar la verdadera fe en su esencia, el pensamiento, la palabra, todo, todo..."

Tres veces la fiebre amarilla lo llevó al borde de la muerte y una y otra vez se puso de pie para atender a sus "negritos", como él acostumbraba llamarlos. Por fin en 1948 su superior logró convencerlo de que su misión ya no proseguiría en el continente negro. "Ahí te vas a morir y nadie te va a enterrar", dicen que le dijo, y le ofreció como destino América del Sur, más exactamente, Argentina.

Un párroco para el pueblo

Es así cómo, previo paso por Bragado, Dardi llega a City Bell en 1958 a atender la capilla que sor María Ludovica había hecho construir y que hasta entonces había contado con la capellanía del padre Antonio Raszcovski.

Cuentan familiares de Carlos Castrovinci, el quintero que trabajaba las tierras justo enfrente de la parroquia, que él fue el primer vecino en conversar con el sacerdote en su nuevo destino. Y el hecho de que ambos fueran italianos, habría sido signo de buen augurio para éste. De allí en más, la historia del padre Dardi se tejería mediante un entramado de anécdotas de terceros, ya que él jamás contaría nada que lo pusiera en el centro de la escena.

Ethel Molfino recuerda como si fuera hoy aquella mañana en que el sacerdote se llegó a su casa pidiéndole que fuera a tocar el armonio, porque tenía "dos tarados" que se querían casar:
- Padre, yo toco el piano, pero el armonio... ¿Cuándo es?
- Ahora. Subí al Jeep que te llevo.

Dardi andaba de aquí para allá, procurando lo necesario para los menesterosos y para la construcción de su escuela. Como en Don Camilo, la novela de Guareschi, el cura italiano también encontró un albañil socialista para que levantara las paredes de sus obras, y tanto congeniaron que Don Amedeo -tal su nombre- venía diariamente en bicicleta desde La Plata a trabajar, aún sabiendo que muchas veces el religioso no tendría con qué pagarle. Así fueron creciendo la escuela Ceferino Namuncurá y el Jardín de Infantes Egle Tedeschi, además de la Casa de la Adolescente y demás dependencias que hoy tomaron la forma de la fundación que lleva su nombre.

Hombre de fe

Silvia De Battista llegó como maestra a la Escuela reconocida Ceferino Namuncurá en 1977. En su relato evoca a doña Giovannina, la señora que vivía enfrente a la parroquia y asistía Dardi en cuestiones domésticas. "En determinado horario ella le cruzaba la comida y generalmente a esa hora, que era su momento de descanso, era fácil encontrarlo, no como en otras horas en que él estaba en movimiento permanente. Nosotras aprovechábamos para ir a consultarlo por cosas que tenían que ver con el colegio, porque él era el representante legal. Aunque la parte institucional, la conducción del colegio no le interesaba. Sólo le interesaba el contacto personal con la gente, y en lo demás, depositaba en nosotras toda la confianza. Con dos palabras de explicación, le bastaba para firmar donde le dijéramos", recuerda De Battista.

Hombre de profunda fe y vida interior, solía preparar sus homilías con gran dedicación, aún cuando en sus últimos años la lucidez le jugaba una mala pasada y podía confundirse alguna parte del ritual. Así ocurrió un domingo en que intentaba explicar el misterio de la Santísima Trinidad, y se confundió tanto que recurrió al padre Tomás Lario, quien habiendo terminado de confesar, se había ubicado en el último banco: "Ma, vení vos, Lario, que yo ya no entiendo nada de lo que dije".


Anécdotas

No pocos novios recuerdan con una sonrisa haber oído de sus labios, mientras esperaban en el templo el arribo de la novia: "Mira qué linda puerta tienes ahí. Aprovecha ahora o nunca vengas a decirme que te quieres separar".

Y los casamientos tenían el ingrediente de los perros del barrio. Los chicos de la familia Bayá Casal, de gran aptitud para la música, fueron los encargados de ejecutar la marcha nupcial durante mucho tiempo, e inevitablemente iban acompañados de su manto negro. "Ma, décalo. Igual que a ti, a éste también lo ha hecho Dios", decía el celebrante cuando alguien quería echarlo. Más aún, el can se ponía en la cola para comulgar y no faltaba a ninguna misa, aún cuando sus dueños no asistieran.

Sin embargo, no era tan condescendiente con los fotógrafos de la ceremonia, a quienes reprendía todas las veces que le pisaban la alfombra para disparar la cámara. Roberto Bugallo, el fotógrafo de la avenida Cantilo, lo recordará muy bien.


El padre Dardi, en noviembre de 1979.


Anécdotas hay a montones. Como cuando por sus problemas de vista le sugerían que fuese a ver al oculista y él respondía: "¿Por qué? Me necesita por algo?". Había perdido ya la visión de uno de sus ojos, por lo cual sus anteojos tenían un solo cristal y... metros de cinta adhesiva que ayudaban a sostener su estructura.

Sin embargo, los testimonios que más abundan son los que refieren a su generosidad, desprendimiento y humildad. Con frecuencia le regalaban pares de medias nuevos, pero no era extraño ver sus pies desnudos en sus zapatos remendados: siempre encontraba alguien que necesitaba los zoquetes más que él. Lo mismo la comida, y hasta los utensilios de cocina. Se cuenta que una noche lo sorprendieron cocinando un huevo en una lata vacía de pomada para zapatos... sobre la llama de una vela. Se disculpó de no convidar porque ese huevo era todo lo que tenía para cenar. Pero se cuidó muy bien de explicar qué había pasado con su sartén y su cocina.

Camino de santidad

Más allá de las muchas personas que se enorgullecen de haber acompañado a Dardi en sus últimos minutos de vida, lo cierto es que no pocos aseguran haber recibido gracias a causa de rezarle luego de su muerte. Hay testimonios, incluso, de gente que dice haber recibido -en vida de él- la imposición de sus manos, cuando por alguna grave dolencia lo convocaban para que les administrara la unción de los enfermos, tras lo cual sanaron por completo. Si algo de santidad hubo en él, fueron los innúmeros actos de caridad y desprendimiento que realizó en su vida, sin importarle sus propias necesidades personales que, como hemos dicho, eran muchas.

Para la historia, José Dardi, el hombre que expiró el 25 de agosto de 1981 pasadas las nueve de la mañana, fue un sacerdote cuyo nombre le fue impuesto a una plaza y una calle del pueblo. Cuya imagen permanece intacta, sin olvidos ni grandilocuencias, en el corazón de la gente. Un hombre a imitar por su condición primordial de Padre, de hombre de Dios. La recopilación de testimonios a nivel parroquial y diocesano es el primer paso para que alguna vez la Iglesia se expida acerca de su santidad.

 


Las manos de Dardi

Las manos de Dardi, consagradas en el momento mismo de su ordenación sacerdotal, sirvieron para bendecir y sobre todo, para hacer el bien. De mil maneras. Salvando moribundos en el África y en la guerra, ayudando a bienmorir a innumerables almas, y dando aquella inolvidable palmada paternal en la mejilla al niño travieso que en el confesionario acababa de confiarle sus pillerías.
Pero las manos de Dardi sirvieron, por sobre todo, para trabajar. No sólo en el campo de lo espiritual, sino fundamentalmente en lo material, como lo hizo en la construcción de sus propias escuelas. La foto adjunta -tomada el 4 de noviembre de 1979, en ocasión de la colocación de la piedra fundamental de la ermita de la Virgen de Schoenstatt de City Bell (calle 28 entre Cantilo y 15)- así lo testimonia. Esa diestra con una cucharada de cemento no fue más que la mano de un obrero, constructor de la humanidad.