Legado
Historias de amistades


Hay amistades que parecen "cantadas" desde el origen de los tiempos.
Nacen de relaciones entre personas que han recorrido caminos
y almanaques y han enlazado la vida de familias enteras.
Como el revés de un telar, se proyectan a lo largo de los años
en pequeñas criaturas que, aunque inconscientes de ello,
no ignoran que tienen algo en común desde muchos años antes de nacer.



Cosa intrincada la amistad, tan parecida al amor. Le llega a uno sin buscarla y cuando menos se lo piensa. Y pueden salir de ella los más impensados proyectos, las más inimaginadas realidades. En verdad, una amistad comienza a forjarse muchísimos años antes de que se la detecte. Dos o tres generaciones atrás, puede decirse. Y hasta puede escribirse con ella una novela tan sanamente escalofriante como "La casa de los espíritus".
Para contar las buenas amistades deben sobrarle a uno los dedos de una mano. Este escriba tiene bien inserto en sus afectos a Fernando D´Adda, un joven profesional con quien sin saberlo ha compartido aulas y recreos del secundario del Estrada. Unos pocos años de diferencia no permitieron que sus historias se encontraran una veintena de años atrás. Tan solo se cruzaron en la adolescencia hasta que las fechas coincidentes en decisiones fundamentales de la vida hicieron que entre ambos y sus familias naciera una amistad entrañable que entre todos, padres e hijos, cultivan con el mayor de los cuidados compartiendo penas y alegrías.
Diferente fue la cuestión con su tocayo Guillermo Gualchi. La comunidad de afectos y proyectos nació muchos años atrás, cuando otras generaciones que serían luego la de sus abuelos se conocieron en algún barrio de Ensenada, y el tiempo quiso que madurara una particular amistad de "saberse", de "tenerse" a la distancia, aunque pasen muchos meses sin siquiera comunicarse telefónicamente.
Ya hemos hablado en este sitio del siempre presente "Juancarlitos" Alba Posse.
Pero hay otra historia muy particular, muy ligada -como en los casos anteriores- a este City Bell que es lo que es gracias a aquellos pioneros fundadores unidos por una segura y profunda amistad.

El inspector, el maestro y la ahijada
Algo más de medio siglo ha, el maestro Claudio Billordo era, además, el escribano de aquel pueblito correntino llamado Bella Vista, apostado en una barranca del río Paraná. La escuela con vivienda de don Claudio era lo mejorcito que el inspector del Ministerio de Educación podía hallar por la zona para usar de "base de operaciones" cada vez que viajaba desde la ciudad de Corrientes. Allí se hospedaba el profesor Omar Tassi durante los largos y calurosos días en que recorría las escuelas cercanas, taperas muchas de ellas donde las yarará buscaban el fresco que la resolana les quitaba. Tierras de durazneros, naranjos y yerbatales. Y de un polvo rosado tan fino que penetraba cada uno de los pliegues de su impecable traje azul y su sombrero.
Por esos días, casi mil kilómetros al sur y junto a otra ribera, la del Río de la Plata en Ensenada, doña Cecilia Rivero, la esposa de Federico López, acunaba en sus brazos a la pequeña María Elba Salice, su neonata ahijada de bautismo. No era el cielo diáfano de los lares litoraleños. Era una ciudad de casas de chapa, de aires malolientes por los deshechos del frigorífico que tanto trabajo daba a las personas pero que tanto también atentaba contra el buen vivir. Pero qué se sabía por aquellos años del medio ambiente si ni siquiera se había inventado la palabra ecología. Porota -así apodaron a la recién nacida- era una hermosa criaturita que crecía entre muchos amigos, entre los cuales se contaba la aún más pequeña Renée Cattáneo, sobrina de Federico y Cecilia.

Mirando al sur
Ulises Billordo recuerda aún, con sus setenta y dos años, que cada vez que el inspector Tassi llegaba a la escuela de su padre era una fiesta para la familia. Y como si fuera hoy, evoca las correrías por el patio de tierra en las siestas polvorientas y sofocantes. Ulises creció, estudió magisterio y se casó con María Gloria Argentina Chamorro Serial antes de partir hacia La Plata para estudiar medicina y volver a su tierra natal. Pero nacieron sus hijos Gloria, Guillermo, Blas, Pablo y María Laura, y el título de médico le llegó junto con la edad de jubilarse como director de escuela, y ya no habrá retorno a los pagos del chamamé, dice.
Pasaron los años para Porota, que se casó con Ernesto Tassi, el hijo del inspector de escuelas amigo de don Billordo, y se radicó en una casa que construyeron sobre la calle 12, en City Bell.
Quiso la Providencia que también Renée Cattáneo se casara, y junto a Domingo Molfino -su esposo- y a su hija Ethel se mudaran a City Bell, sobre la calle Cantilo, mucho antes del nacimiento de Ricardo, el segundo hijo de la pareja y previo paso por Puerto Belgrano y el barrio platense conocido como "El Mondongo". Ethel, "Coca", se casaría en esta ciudad con Humberto José Defranco, de quienes nacieron Gabriel y quien esto escribe.
Los Tassi, por su parte, dieron a luz a Elba, quien sería a posteriori la esposa de Osvaldo Bellettini, perteneciente a una vieja familia del lugar. "Beba" Tassi de Bellettini fue de las primeras maestras en subirse a los tranvías venidos en aulas del Colegio San Blas, y de la pareja nacieron Gabriela, Leonardo y Marcos.

Última generación
El más chico de los Defranco, periodista por profesión y sobrino bisnieto de Cecilia Rivero, la madrina de "Porota" Tassi, conoció con el tiempo a María Laura, la más chica de los Billordo y nieta del maestro y escribano Claudio, con quien contrajo matrimonio y juntos concibieron a su hijo José Agustín, en 1991. No mucho tiempo después, Gabriela, periodista igualmente y bisnieta de Omar Tassi, el inspector de las escuelas correntinas, conoció a Marcelo Filipo, a la sazón criado también en el barrio aledaño al bosque de La Plata, llamado "El Mondongo". Francisco y Agustina son sus hijos que, como es de imaginar, se sienten hermanos de sangre con José Agustín, aún cuando ignoran que ese sentimiento es el fruto de una amistad que se gestó seis décadas antes de que ellos nacieran.
Es de imaginar que ni don Claudio ni don Omar habrán soñado en aquellas largas conversaciones regadas con mate amargo y té frío, el desenlace de aquella relación de inspector-maestro que año a año se repetía intercambiando solidaridad por cortesía. Tantas veces habrán conversado con preocupación por el futuro de sus alumnos, que jamás habrán siquiera sospechado que estaban sembrando la semilla de una amistad. No de ellos ni de sus hijos. Ni siquiera de sus nietos. Hubo de pasar otra generación más para que tres niños se conocieran desde el mismo momento de nacer y se sintieran unidos por más de sesenta años de amistad.
Es difícil, a veces, comprender a dónde Dios nos quiere llevar a través de una amistad. Pícaro tejedor, siempre muestra el revés de sus tramas y nunca el derecho, hasta tanto no haya terminado la tela. Una tela que empezó a tejer a dos puntas muchos años atrás y a muchos kilómetros de distancia una de la otra. Que se plasma en posteriores vidas lozanas y llenas de futuro en un nudo del hilo que no nos atrevemos a asegurar que sea el último del tejido.